LA PERSPECTIVA DE LA BELLEZA


Hace frío. La nieve se acumula en la base de los muros de piedra orientados al norte. Los carámbanos cuelgan del alero como sables a punto de caer. El viento gélido busca cobijo intentando infiltrarse bajo su bufanda. Se para frente a la casa, esa casa a la que no entra desde que ella se fue, y nota como una lágrima se congela en su pómulo.
Enio vive en la ciudad y cada sábado llega hasta ese lugar perdido en la montaña donde los dos rehabilitaron un pajar para convertirlo en su refugio. Siempre se acerca con temor. Sus huellas quedan hundidas en la nieve detrás de él llegando hasta el todo terreno del que acaba de salir. Plantado allí, con las manos en los bolsillos del abrigo y los hombros encogidos, mira la puerta de doble hoja que ambos rescataron de un derrumbe. Recuerda el esmero con que ella la restauró, manteniendo la cerradura original, tan antigua que ya no se hacen llaves que la hagan revivir. La dejaron de adorno, solo por estética. “Porque es bonita”, dijo ella, “solo por eso”.
Enio avanza, hunde los pies en la nieve virgen, y se agacha para mirar por la cerradura, como cada sábado desde que ella se fue.
Me gusta el mar desde la costa, pero no me gusta navegar. Suelo venir por las tardes a los acantilados, con mi libro y mis ganas de evasión. Hoy hemos venido todos: Sofía, yo y los niños. Los oigo detrás de mí, reír, gritar, llamarse. Me gusta escuchar sus voces mientras miro el mar. Las olas rugen abajo estallando contra la roca. Aquí arriba, el sol tiñe de naranja mi camisa de lino blanco, abierta y descuidada. El atardecer es ese momento en que la vida para por unos segundos y la belleza lo pinta todo de colores, hasta los sueños.
Sofía sabe que me gusta ese momento y se sienta a mi lado para compartirlo. Su pierna se apoya en la mía y siento como su calor traspasa la tela de mi pantalón. La miro. Se aparta un mechón de pelo que el viento le ha pegado a los labios y se lo coloca detrás de la oreja, para que al instante vuelva a soltarse.
“Qué bonito es esto”, dice. Para Sofía todo es bonito. Lo que creo es que no ve lo feo; o no quiere verlo. Los dos miramos a lo lejos, a la línea del horizonte donde un barco pesquero acaba de encender una luz. “¿Te gustaría estar en ese barco?”, le pregunto. Lo piensa un rato. “No”, dice por fin, “me gusta si solo lo miro desde lejos. Seguro que el marinero mira a los acantilados aturdido por su belleza a esta hora. Tal vez nos vea a nosotros y nos envidie”.
La belleza es perspectiva, pienso. “Tomar distancia embellece”, le digo, “solo quiero tenerte cerca a ti”.
Siempre me han gustado las manos de Sofía cuando se juntan con las mías. Y sus labios. De cerca; tan cerca que no los puedo ver, solo sentir. Con Sofía las distancias siempre tienen que ser cortas, al contario que los barcos. Me gusta el olor de la crema de cuerpo cuando se mete en la cama, el orden de su armario y cómo se le achinan los ojos cuando sonríe. Ahora calla, solo contempla la belleza del mar. Ambos sentimos que nos nutrimos de ella; es la energía positiva de lo bello. Una gaviota traza una línea frente a nosotros, partiendo la imagen en dos. El sol se va, y nosotros con él.
Sofía se levanta primero, se sacude las briznas de hierba seca de sus vaqueros, y me ayuda a levantarme. No lo necesito, pero me gusta que me ayude porque así puedo abrazarla. Los niños nos ven y vienen hacia nosotros. El pequeño se abraza a mi pierna. El mayor ya nos abarca a los dos, a Sofía y a mí. Cómo pasa el tiempo.
Y es así como me imagino la felicidad: el momento sublime en que todo es eso y nada más que eso. Nosotros y lo bello.
 Le falta el aire y se separa de la cerradura. Se incorpora con la rapidez que le permiten sus achaques. Es incapaz de seguir mirando por hoy; volverá el sábado que viene. Tal vez lo haga con sus nietos. Le gustaría que conocieran a su abuela, que vieran su sonrisa y que la dijeran que, aunque no la hayan conocido, la echan de menos. Como él.
La belleza es una cuestión de perspectiva, piensa, de distancia, pero tú estás demasiado lejos. Quisiera abrir esa puerta y quedarme contigo. Después, se da la vuelta despacio y, pisando sobre sus huellas en la nieve, vuelve al coche y se aleja carretera abajo.

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