CUANDO CONOCÍ A LORENA por NATACHA G. MENDOZA



Cuando conocí a Lorena, sabía que no regresaría ileso. De hecho, nunca regresé. De niños patinábamos en la plaza mayor, había una explanada circular, nos apretábamos las manos para rodar de forma interminable. No quería mirarla porque sabía que caería sin remedio, me encantaba escuchar su risa, eran hermosos quejidos que rebotaban en la velocidad de nuestras vueltas. A veces, se adelantaba tímidamente, entonces podía ver su pelo ondear como un poema que se le escapaba al viento. Y yo era un preso de esa infancia, de toda la crueldad con la que ejercía nuestra amistad. No sabía estar sin ella, y el patinaje, se transformó en horas de estudio, en ajedrez, en salir a correr juntos, y el verano llegó cuando a Lorena le nacieron los pechos. No supe entenderlo, mi niña era como un credo al que no podía acceder. El calor que nos invadió ese agosto, la llevó bajo mi ventana, con aquel bañador azul. Supe que no saldría con vida de esa noche. Su risa era diferente, había un tono distinto, su mirada, hasta la piel. La mujer que tenía escondida estaba aflorando sin piedad. Yo no sabía cómo sacar al hombre que aún no lo intentaba. Y Lorena sacudiendo el agua para mojarme, mientras la luna la curtía de forma milagrosa. Quise abrazarme para desaparecer, cerré los ojos mareado. Pero ella, que ya tenía cierta hambre, mordió mi boca, no supe seguir sin tropezar con la impaciencia, con su bañador, con el oleaje, no supe aferrarme a su mano mientras patinábamos en círculos, sólo caí, caí... caí tantas veces que ella, no pudo esperarme.

Natacha G. Mendoza


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