Total Khéops, de Jean-Claude Izzo


Estaba angustiado y solo. Más que nunca. Sin ningún miramiento, cada año tachaba de mi libreta al amigo que decía alguna frase racista. Despreciaba a aquellos que ya sólo soñaban con un coche nuevo y vacaciones en el Club Mediterráneo. Olvidaba a todos los que jugaban a la lotería. Me gustaba la pesca y el silencio. Caminar por las colinas. Beber cassis fresco. Lagavulin, u Oban, por la noche, tarde. Hablaba poco. Tenía opiniones sobre todo. La vida, la muerte. El Bien, el Mal. Estaba loco por el cine. Me apasionaba la música. No leía ya las novelas de mis coetáneos. Y, por encima de todo, me repugnaban los tibios, los blandos.

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Yo era el último. El honor de los supervivientes consiste en sobrevivir. En seguir en pie. Estar con vida era ser el más fuerte.

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Me miró como si me estuviera quedando con él.
-¿Pero no es usté su novio?
-Somos amigos, como tú y yo.
-Yo creía que se la tiraba.
Casi le doy un bofetón. Hay palabras que me dan ganas de vomitar. Ésta particularmente. El placer pasa por el respeto. Empieza por las palabras. Siempre lo he creído así.
-Yo no me tiro a las mujeres. Las amo… O al menos, lo intento.

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Sabíamos que acabaríamos en la cama, y queríamos retrasar el momento al máximo. Hasta que el deseo fuera ya insoportable. Porque, después, la realidad nos atraparía otra vez. Yo volvería a ser poli y ella una prostituta.

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Los amaneceres no son más que el espejismo de la belleza del mundo. Cuando el mundo abre los ojos, la realidad recobra sus derechos. Y nos volvemos a encontrar con la porquería.

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¿Por qué era tan difícil hacer un amigo después de los cuarenta? ¿Será porque ya no tenemos sueños, tan sólo añoranzas?

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Me encontraba como todos los hombres que están con un pie en los cincuenta. Preguntándome si la vida había respondido a mis expectativas. Quería contestar que sí. Y me quedaba poco tiempo para que ese sí no fuera mentira.

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La sensualidad de las vidas desesperadas. Sólo los poetas pueden hablar así. Pero la poesía nunca ha dado respuesta a nada. Es testigo, eso es todo. De la desesperación. De las vidas desesperadas.

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Boxear no es solamente pegar. Es, antes de nada, aprender a recibir golpes. A encajar. Y que esos golpes hagan el menor daño posible. La vida no era más que una sucesión de asaltos. Encajar, encajar. Aguantar, no tirar la toalla. Y pegar en el momento oportuno, en el lugar oportuno.

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Tenía ganas de largarme, de estar en mi barco, en alta mar. Mar y silencio. La humanidad entera se me salía por la boca. Este tipo de historias representaban la infinita mezquindad de la inmundicia humana. A gran escala, esto generaba las guerras, las masacres, los genocidios, el fanatismo, las dictaduras. Seguro que al primer hombre le dieron tanto por culo al venir al mundo que se le disparó el odio. Si Dios existe, somos todos hijos de puta.

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No se puede vivir con odio. Boxear tampoco. Había ciertas reglas. A menudo injustas. Muy a menudo. Pero respetarlas permitía salvar el pellejo. Y en este jodido mundo, seguir vivo era, con todo, la cosa más bella.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]

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