Stanley y las mujeres, de Kingsley Amis


Leer a Kingsley Amis siempre resulta divertido: su prosa suele ser fina, propia de un caballero inglés, pero sus intenciones suelen estar recargadas de ácido. Stanley y las mujeres, según parece, fue el resultado de la catarsis que siguió a su separación de la escritora Elizabeth Jane Howard: en estas páginas quiso invertir su rabia y su malestar. Aunque estamos ante una obra de ficción, es el caramelo envenenado con el que Amis se desquitó de aquel mal trago.

Si en el libro abundan los toques de comicidad, sin embargo al lector le esperan dos dramas potentes:

Uno es el tema de la separación, del que en la página 64 de esta edición nos dice: Divorciarse es una de las cosas más violentas que pueden sucederle a uno y no es fácil llegar a asimilarlo del todo. De hecho, jamás se consigue. Stanley Duke ya se pelea a menudo con su ex esposa (la primera), cuando su mujer actual decide abandonarle.

El otro es el tema de los desequilibrios psicológicos. La trama arranca cuando el hijo de su primera esposa, Steve, empieza a seguir patrones de conducta que los demás sólo pueden identificar con la locura. Esa nueva situación genera cambios y estrategias forzosas (llevarlo al psiquiatra, poner al corriente a su madre, rescatarlo cuando se mete en líos y provoca a los demás, ingresarlo en un hospital…) y desemboca en las broncas del protagonista y narrador con las mujeres de su entorno. Éste es un tema verdaderamente duro, de connotaciones agrias, aunque Amis lo disfraza con observaciones humorísticas y numerosos diálogos.

Es una novela que incomoda, especialmente por las diatribas y los exabruptos del narrador, quien pese a ello a veces (sólo a veces) nos resulta simpático del mismo modo que nos caía bien Gregory House a pesar de las crueles parrafadas que soltaba a menudo. Stanley es, en el fondo, un hombre incapaz de corresponder a quien lo necesita con una palabra amable; tal vez por eso su hijo le dice, cuando el padre lo envía al hospital, que su intención es quitárselo de encima (Te estás deshaciendo de mí, ¿verdad? Eso es lo que quieres. Padre). En este párrafo, que describe un momento íntimo con su segunda mujer, el propio narrador queda bien retratado:

Se agachó y me besó. Estando sentado a la mesa como estaba, el abrazo que nos dimos fue un tanto extraño, pero no importó demasiado. Me habría gustado decirle muchas cosas, todas buenas y agradables, pero no supe ordenarlas o hacerlas sonar como es debido en mi cabeza, de modo que me limité a emitir unos cuantos sonidos agradables y amistosos y a acariciarle el cuello. Pasado un minuto, se levantó y fue a hacer el té.


[Impedimenta. Traducción de Eder Pérez Garay]

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