La maldición gitana, de Harry Crews


Para que conste, llamadme Marvin Molar. Digo que me llaméis Marvin Molar porque ese no es mi verdadero nombre. Es solo como me hago llamar. Mi verdadero nombre no lo sé. Nadie lo sabe. En realidad hay gente que sí lo sabe, pero no tengo ni idea de dónde andará ahora esa gente. Al Molarski me crió y me llamó Marvin, y ese nombre es lo único que tengo. Pero me deshice del "ski" para llamarme solo Molar, Marvin Molar. Me dije que ya tenía demasiadas cosas en mi contra sin necesidad de añadir lo de polaco, que es lo que es Al.
Vivía arriba, en los cuartos que había en la parte trasera del Fireman's Gym, con Al, un chaval de Georgia llamado Leroy y Pete, un exboxeador profesional de setenta tacos, sonado y negro. El chaval se ocupaba de limpiar el gimnasio y fingía estar entrenando para otro combate. Yo hacía lo que podía para arañar algo de calderilla en las reuniones del Rotary Club, en los centros comerciales y en cualquier lugar donde quisieran ver mi número.

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La parte superior de mi cuerpo no tiene nada que envidiarle a nadie, pero en el agua mis piernecitas van dejando un rastro como, bueno, como de renacuajo, supongo. Para que conste, miden solo siete centímetros y medio y aunque parezca que carecen de huesos, los tienen. Son insensibles, pero huesos hay. En un par de ocasiones he pensado en hacer que me las corten, pero nunca me he decidido. Es que son mis piernas, aunque no me sirvan para nada.

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Pero en lo alto del mástil yo sí supe de repente lo que estaba haciendo con ella. No qué estaba haciendo ella conmigo, sino yo con ella. Fue como si esa certeza hubiese estado en el fondo de mi mente tratando de abrirse paso durante semanas. En su cama, dos horas antes, se me habían quitado las ganas de seguir empecinado en no pagar el precio y comprendí que estaba más que dispuesto a pagar lo que fuera si no me quedaba otra. Y fue en lo alto de aquel mástil cuando entendí que, en efecto, iba a tener que hacerlo. Y lo iba a tener que hacer porque sobre mí pesaba la maldición gitana. ¡Que encuentres un coño a tu medida! Todavía me acuerdo y soy capaz de soltarlo, aunque no sea un puto hispano ni lo haya sido nunca. ¡Que encuentres un coño a tu medida!, era lo que siempre decía Fernando cuando echábamos un pulso y le estampaba la muñeca contra la mesa. ¡Que encuentres un coño a tu medida!
Y joder, que si lo encontré. Vaya si lo encontré.


[Dirty Works. Traducción de Javier Lucini]

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