El turista accidental, de Anne Tyler


El título del libro era Miss MacIntosh, cariño mío, y tenía mil ciento noventa y ocho páginas. (Para protegerse de los extraños, lleve siempre consigo un libro. Las revistas no duran. Los periódicos de casa le darán nostalgia, y los de otras partes le recordarán que usted es un forastero. Ya sabe qué aspecto tan extranjero tiene la tipografía de un periódico). Hacía años que iba arrastrando Miss MacIntosh por ahí. Tenía la ventaja de no tener argumento y de ser, sin embargo, siempre interesante, de manera que podía sumergirse en él al azar. Siempre que alzaba los ojos, tenía buen cuidado de señalar un párrafo con el dedo y de mantener una expresión abstraída en el rostro.

**

Ella negó con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no se habían derramado.
-Macon –dijo ella–, desde que Ethan murió he tenido que admitir que la gente es básicamente mala. Malvada, Macon. Tan malvada que cogerían a un chico de doce años y le pegarían un tiro en la cabeza sin ningún motivo. Ahora leo un periódico y me desespero; ya no veo las noticias por televisión. Hay tanta maldad, niños que prenden fuego a otros niños, y personas mayores que arrojan criaturas por la ventana de un segundo piso, violaciones, torturas, terrorismo, ancianos que son golpeados y robados, hombres de nuestro propio gobierno que están dispuestos a hacer estallar el mundo, no hay más que indiferencia y codicia y reacciones inmediatas de ira en cada esquina. Miro a mis alumnos y son tan corrientes, y sin embargo son exactamente iguales al chico que mató a Ethan. Si debajo de la foto de aquel chico no hubiese puesto por qué lo habían arrestado, ¿a que hubieras pensado que podía ser cualquiera, alguien que habían fichado para el equipo de baloncesto o que había ganado una beca para ir a la universidad? No puedes creer absolutamente en nadie. La primavera pasada, Macon, esto no te lo dije, estaba recortando el seto de casa y vi que alguien había cogido del arrayán el recipiente de la comida para los pájaros. ¡Hay quien incluso les roba la comida a los pajaritos! Y entonces no sé qué me cogió que la emprendí con el arrayán. Lo corté todo, arranqué ramas, lo acuchillé con las tijeras de podar…
Ahora las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Se inclinó sobre la mesa y dijo:
-Algunas veces no he sabido si… no quiero parecer melodramática, Macon, pero… no he sabido si podría seguir viviendo en un mundo así.

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Pero si la gente no se adaptaba, ¿cómo soportaban seguir viviendo?

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-Perdí a mi hijo –dijo Macon–. Estaba… fue a una hamburguesería y entonces… llegó uno, un atracador, y le disparó. ¡No puedo ir a cenar con gente! ¡No puedo dar conversación a sus niños! No me lo pidas más. No quiero ser brusco contigo, pero es que no me siento con fuerzas, ¿oyes?
[…]
-Cada día me digo que ya es hora de superarlo –dijo al espacio vacío sobre la cabeza de ella–. Es lo que la gente espera de mí. Antes me ofrecían su condolencia pero ahora ya no; ni siquiera mencionan su nombre. Creen que ya es hora de que mire hacia adelante. Pero si algo ha cambiado, ha sido para peor. El primer año fue como una pesadilla; por las mañanas me iba directo a la puerta de su cuarto antes de acordarme de que no estaba allí para despertarlo. Pero este segundo año es real. Ya no voy hasta la puerta. A veces he dejado pasar un día entero sin pensar en él. En cierto modo, esta ausencia es más tremenda que la primera. Y podría suponerse que recurriría a Sarah, pero no, sólo nos hacemos daño. Me parece que ella cree que de algún modo yo podía haber evitado lo que pasó… está tan acostumbrada a que le organice su vida. Me pregunto si todo esto no habrá hecho más que sacar a la superficie la verdad sobre nosotros, lo distanciados que estamos. Me temo que nos casamos precisamente porque estábamos distanciados. Y ahora me siento lejos de todo el mundo; ya no tengo amigos y todas las personas me parecen triviales y tontas y sin relación conmigo.

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Durante la noche oyó toser a un niño, y subió de mala gana a la superficie a través de capas de sueños para responder. Pero estaba en una habitación con una alta ventana azul, y el niño no era Ethan. Se dio la vuelta y encontró a Muriel. Esta suspiró en sueños, levantó la mano de él y se la puso encima del estómago. La bata se había abierto; Macon notó la piel suave, y luego una rugosa cresta de carne cruzándole el abdomen. La cesárea, pensó. Y le pareció, al tiempo que se dejaba caer otra vez en los sueños, que era como si ella hubiese hablado en voz alta. Sobre lo de tu hijo, parecía decirle, mira, pon la mano aquí. Yo también tengo cicatrices. Todos tenemos cicatrices. Tú no eres el único.

**

-[…] es tan impensable, una vez tienes hijos, que no hayan existido siempre.  


[RBA Editores. Traducción de Gema Vives]

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