EL RUIDO QUE HACEN LOS TRENES AL PASAR por PEPE PEREZA



Lo que más le gusta a Carmelo es el ejercicio físico. Le entusiasma cincelar cada músculo como si de un escultor se tratase. También, escuchar la radio. Se podría decir que son las dos cosas que más le satisfacen. Con el ejercicio cuida su cuerpo y con la radio su mente. Cree que eligiendo buenos programas se pueden aprender muchas cosas. En ese mismo instante, en la radio, un profesor está disertando sobre la inexistencia del presente. Asegura que el presente como tal no existe. Según sus palabras hubo un pasado y habrá un futuro, pero no un presente. Por lo visto, el cerebro de las personas tarda unas milésimas de segundo en procesar cualquier dato, cuando termina de procesarlo pertenece al pasado. Por ejemplo, alguien te roza la mano. Para cuando eres consciente de que te han rozado ya es un hecho consumado que no pertenece al presente. Cuando más interesante está la charla pasa un tren de mercancías. Uno que debe medir un kilómetro de largo. El tren tarda demasiado en pasar y cuando lo ha hecho el profesor ya ha concluido su razonamiento. Carmelo tiene la firme convicción de que siempre que alguien dice algo interesante en la radio pasa un tren. Y es que vive en un piso de alquiler que está a treinta metros escasos de la vía. Lleva viviendo ahí desde hace cinco años y sigue sin acostumbrarse. Lo peor es por la noche. De madrugada es cuando más se les oye. Al principio salía al balcón. Le gustaba ver a los pasajeros dentro de los vagones. Eran como diapositivas que pasaban a toda velocidad.
-Noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve y… última.
A Carmelo le encanta acabar una sesión de cien abdominales y notar todos los músculos tensos. Es una sensación que le hace sentir poderoso. Suena el teléfono. Es Martín.
-Paso a recogerte en quince minutos -le dice.
-Ok, te espero abajo.
Martín y Carmelo dejan atrás la cuidad. Dentro de la furgoneta huele a tabaco y a sudor. Carmelo tolera el olor a sudor pero el tufo del tabaco no lo soporta, por eso va con la cabeza asomada por la ventanilla. El viento choca contra su cara y si abre la boca, los papos le inflan con el aire. Le gusta ir con la ventanilla abierta. A Martín no.
-Joder, tío. Estamos a bajo cero y tú con la ventanilla abierta. Como me acatarre será culpa tuya.
Un solitario copo de nieve desciende del cielo para precipitarse directamente en la lengua de Carmelo. Enseguida cae otro y otro más. Según ascienden por la carretera la nevada se intensifica y el paisaje se va cubriendo de blanco. Salen de la carretera general y se adentran por una comarcal que está llena de baches y curvas. A Martín le preocupa la nevada.
-Como esto siga así habrá que poner las cadenas.
Finalmente, llegan a un pueblo situado en plena sierra, a mil ochocientos metros por encima del nivel del mar. En el campanario de la iglesia se distinguen varias cigüeñas. Carmelo escuchó en la radio que ya no migran al sur. Algo relacionado con el cambio climático. La furgoneta sigue por la calzada, pero no se adentra en la villa. Lo que hace es coger un camino adyacente que lleva al bosque. Después de unos pocos kilómetros llegan a un caserón con las paredes de piedra y rodeado de abetos. La furgoneta se detiene a la entrada. Martín baja del vehículo ajustándose el cuello de la cazadora. Se enciende un cigarro y lo apura con prisa. Se acerca a la vivienda y llama a la puerta. Cuando le abren se sacude la nieve de encima y entra. A Carmelo le apetece estirar las piernas. Salta de la furgoneta. Al aterrizar se hunde hasta las pantorrillas. Ha dejado la cazadora en el asiento y solo lleva una ajustada camiseta. Se cuelga de la rama de un abeto y comienza a hacer flexiones. Nunca está de más hacerse una tanda, y si con ello se quita el frío de encima, mejor que mejor. Al llegar a las treinta y cuatro, nota que alguien le está mirando. Es un niño que está junto a las porquerizas que están adosadas al caserón. El niño se acerca. Lo hace tímidamente, pisando la nieve con cautela, como si en cualquier momento el suelo se fuera a abrir bajo sus pies. Se queda parado a un par de metros, observando cómo Carmelo flexiona los brazos. Cuando los bíceps se hinchan por el esfuerzo, los ojos del chaval se abren para abarcar todo el volumen de los músculos. Cuando llega a las cincuenta flexiones da por terminada la tanda. Se descuelga del árbol y relaja los brazos para que la sangre circule por ellos, luego saca bola con el brazo derecho. El niño se acerca aun más. Carmelo aprovecha la proximidad del crio para acariciarle los genitales. A través de la tela del pantalón nota un gusano flácido y minúsculo. Desea bajarle la cremallera, pero antes de que pueda hacerlo el niño se aleja asustado. A mitad de camino tropieza y cae de bruces en la nieve. Rápidamente se incorpora y sigue corriendo hasta que desaparece por la puerta de las cuadras. En ese momento, Martín sale de la casa con un paquete envuelto en papel de estraza. Martín le pasa el paquete, suben a la furgoneta y emprenden el viaje de vuelta.
Antes de llegar a la urbe cogen el desvío que lleva al polígono industrial. Se desvían por el camino que hay junto a la vía del ferrocarril para llegar a un poblado de chabolas que circunda las afueras. Aparcan junto a un patio que está lleno de chatarra. Enfrente está la casa donde se dirigen.
-Quédate aquí y si en diez minutos no salgo entras a buscarme.
-Ok.
Martín sale de la furgoneta con el paquete. Se enciende un cigarro. Siempre se pone nervioso cuando tiene que entrar en ese antro. Después de dar unas apresuradas caladas tira la colilla al suelo y llama al timbre. Le abre la misma gitana de siempre. Entra y se cierra la puerta. Atardece detrás de los tejados de chapa y uralita. Pasa un tren. Las vías están al otro lado del poblado y se escucha con claridad el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. A Carmelo se le ocurre que ese tren en breve pasará por delante de su casa. Mira la hora. Han transcurrido más de siete minutos desde que Martín entró en la chabola. Normalmente no tarda tanto. Justo cuando está a punto de preocuparse, se abre la puerta y aparece. Se enciende un cigarro y le guiña un ojo. Todo va bien.
A esa hora el tráfico en la ciudad es un caos, cada dos por tres hay que parar en un semáforo o ceder el paso en las rotondas. Le pide a Martín que lo deje cerca del centro. El resto del camino prefiere hacerlo a pie.
Al llegar al barrio observa que a lo lejos hay un tren detenido No es normal que esté ahí. Algo pasa. Se acerca a curiosear. Al lado de las vías hay algunas personas y junto a la carretera han aparcado varios coches de policía. Por lo que dicen, un hombre se ha arrojado al tren. Hace unos días, Carmelo escuchó en la radio que el número de suicidios ha aumentado en los últimos años. Lo achacan a la crisis y al desempleo. Es triste que suceda esto, piensa. Un poco más allá, se reúne un grupo de niños que llegan atraídos por la curiosidad. Decide acercarse para hablar con ellos.

Pepe Pereza, del blog Asperezas.


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