Viva Francia. ¿Qué pretende esa horda de esclavos, de traidores, de reyes conjurados?…

A ver, no se líen. El hecho que algunos gobiernos occidentales, a través de sus centrales de espionaje, hayan intentado manipular las voluntades de los chiflados yihadistas en algunas zonas del planeta en determinados momentos de nuestra Historia reciente, no quiere decir que los yihadistas (que tienen muchos siglos de vida) dejen de ser, por estos tejemanejes geoestratégicos de las sombras de la política internacional, una panda de hijosdeputapeligrosos a los que hay que exterminar.

Los fanáticos han existido siempre y nuestra obligación es, como dijo el gran Albert Camus cuando en 1948 reivindicaba a la Grecia clásica y pedía descabalgar al trono de Dios de la Historia,

"rechazar el fanatismo".

Por cierto, como puede que Albert Camus sea mi francés favorito ever, aprovecho para recomendarles otro de sus libros, el imprescidible El Hombre Rebelde (1951).

¿Cómo se rechaza el fanatismo?. Muy fácil.
Haciendo todo aquello que no gusta a los fanáticos. 


¿Qué cosas no les gustan a los fanáticos yihadistas?.
Vamos con el listado.

1.- No les gusta que bailemos.


2.- No les gusta el Pop Rock.


3.- No les gusta el Hip Hop.


4.- No les gusta que Coubert dibuje potorros.


5.- No les gusta Rodin.


6.- No les gusta que las mujeres enseñen los muslos.


7.- No les gustan los ojos de Alain Delon.


8.- No les gusta las burradas de Gaspar Noé.


 9.- No les gusta el Impresionismo Musical.


10.- Y sobre todo, lo que más les jode, es que no les dejemos participar en Eurovision.


Pero a nosotros sí que nos gusta bailar, el rocanroll, el hiphop, los dibujos de potorros, las esculturas de Rodin, los muslámenes, los ojos de Alain Delon, Gaspar Noé, el Impresionismo y, a algunos, incluso nos gusta Eurovision.

Como homenaje a las víctimas del último atentado terrorista en París, les invito a que hagan (y dejen hacer) todas esas cosas que no les gustan a los yihadistas. No existe mejor tributo.

Además, también quiero recordarles que hace un par de siglos los franceses descabalgaron del trono de la Historia a Dios y a los absolutistas. Le pusieron esta letra (toda una declaración de intenciones):

¡En marcha, hijos de la Patria,
ha llegado el día de gloria!
Contra nosotros, la tiranía alza
su sangriento pendón.
¿Oís en los campos el bramido
de aquellos feroces soldados?
¡Vienen hasta vosotros a degollar
a vuestros hijos y vuestras esposas!

¡A las armas, ciudadanos!
¡Formad vuestros batallones!
¡Marchemos, marchemos!
¡Que una sangre impura
inunde nuestros surcos!

¿Qué pretende esa horda de esclavos,
de traidores, de reyes conjurados?
¿Para quién son esas innobles cadenas,
esos grilletes preparados de hace tiempo?

Para nosotros, franceses, ¡ah, qué ultraje!
¡Qué transportes debe suscitar!
¡A nosotros, se atreven a intentar
reducirnos a la antigua servidumbre!

Pero no voy a despedirme con las patrióticas notas de Rouget de Lisle porque la grandeza de Francia (y de las Democracias) no reside solamente en los cantos que exaltan sus virtudes, también vive en las canciones que denuncinan de sus miserias. Ésa es la gran diferencia:


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