Más narradores, más personajes: la evolución de mi nueva novela


En el artículo de hoy comparto un nuevo fragmento de la novela en que estoy trabajando. Al igual que en mi primera obra, Desconexión, el protagonista cuenta su historia en primera persona (si bien la estructura es más complicada, con numerosos flashbacks que pueblan la narración). Sin embargo, a medida que profundizaba en el pasado del personaje me pareció necesario introducir otras voces narrativas que aportaran una perspectiva diferente. Los párrafos que reproduzco a continuación pertenecen a un capítulo narrado por el padre del protagonista. También he creado una voz femenina que aparece en un capítulo posterior y que tiene todavía mayor importancia en la trama. De momento no voy a desvelarlo, ya que no quiero hacerme demasiados spoilers a mí mismo.  

Por otro parte, espero que Desconexiónpueda tener una segunda vida gracias a la colaboración con Agencia Autores, con la que estoy a punto de firmar un contrato de representación. Confío en daros pronto noticias al respecto.


El cigarrillo quizá sea el último placer que descubra en esta vida. Placer insano, desde luego, lo sé mejor que nadie y eso no me ha impedido ganarme la vida vendiendo paquetes como este que reposa en la mesa de madera. Además parece que se me da bien lo de fumar, ya estoy aprendiendo a formar anillos casi perfectos con el humo. Desde que empecé noto que estornudo y me canso más que antaño, como no para de recordarme mi mujer. Subo por el ascensor en vez de usar la escalera como he hecho toda la vida: otro síntoma más. Pero era cuestión de tiempo que sucediera. El tabaco solo acelera un poco (¿meses, años?) el irreversible proceso de envejecimiento de un hombre que ha cumplido 65 años. Bueno, el otro día leí un artículo en el periódico en el que unos científicos explicaban su investigación sobre cómo retrasar la vejez. A largo plazo aseguran que no solo nos conservaremos mejor y por más tiempo, sino que podremos detener el envejecimiento e incluso revertirlo, volver a ser jóvenes cuando ya habíamos dejado muy atrás esta etapa de la vida. Por supuesto, no creo que mi hijo ni sus hijos lleguen a ver tal cosa, pero podría ser un buen argumento para una novela. Qué harías si pudieras vivir tu vida una segunda vez.

Yo sospecho que cambiaría casi todo, pero en mi apreciación imagino que influye el ya haber experimentado mi propia existencia. Es decir, supongo que nadie optaría por repetir su vida, incluso si se siente muy ufano de lo que ha conseguido en ella. Cualquiera tomaría otras elecciones, aunque solo fuera para comprobar que ocurría. El astrónomo querría ver qué tal se le dan las ciencias jurídicas y el profesor de inglés tal vez se dedicara a la entomología. Sin embargo, para ser honestos, yo no me siento especialmente orgullo (ni tampoco lo contrario) de lo que he hecho a lo largo de esta vida que, a falta de milagros rejuvenecedores, empiezo a ver como un maratón hacia la muerte, sin excesivas ilusiones o expectativas que entretengan mis últimos años.

Lo reconozco, al principio abominaba la jubilación. Dejar el estanco era como despedirse de un hijo, pese a que hubiera motivos de sobra para hacerlo, desde nuestra propia manera anticuada e ineficiente de trabajar hasta el dinero que hemos obtenido al traspasar la licencia, que nos permitirá vivir desahogados por bastante tiempo. Pero jubilarse era como morir un poco, envejecer años en un segundo; convertirse en una carga para la sociedad que no dejaría de aumentar con los años. La simple idea de cobrar una pensión por no hacer nada, aunque sea un derecho consabido y bien ganado, resultaba chocante en carne propia para alguien acostumbrado a dedicar tanto tiempo y energías al trabajo. Por más que viera que la decadencia del negocio – obvio reflejo de la nuestra – no tenía marcha atrás, uno siempre cree que puede continuar un poco, dos años tal vez, que aún no es tan mayor como para jubilarse definitivamente. Porque dejas de trabajar de golpe, para siempre, mientras que la decadencia, a menos que se sufra una enfermedad grave, es lenta y progresiva y, por tanto, cuesta determinar cuándo ha llegado a un nivel (¿qué nivel?) que justifica el cese de toda actividad profesional.

Los primeros meses han sido duros. Cuesta acostumbrarse a abandonar las rutinas que has mantenido durante cuarenta años con escasas variaciones. Pero ahora empiezo a verlo de otra manera, empiezo a darme cuenta de lo aburrida que era esa rutina de facturas y clientes y, en general, el trabajo de estanquero que había heredado de mi padre. Si pudiera retornar a la juventud, no solo cambiaría mis elecciones esenciales por mera curiosidad sino porque creo que las tomé con demasiada mesura y corrección, pensando más en cómo reaccionaría la familia que en mis verdaderos deseos, los cuales, en verdad, nunca llegué a descubrir. Hacer siempre lo correcto es una de las peores formas de equivocarse. Con un deje de amargura me doy cuenta ahora, cuando pocas decisiones esenciales puedo tomar ya, de que ese ha sido el gran error de mi vida.

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