31 de agosto

Una babosa cruzaba el jardín con lentitud estática muy cerca de nuestros pies descalzos. Iba dejando su rastro de baba sobre el césped camino de la oscuridad que le alejaba del porche. Por un momento aquel bicho centró nuestra atención. Tan sólo el tintineo de los hielos en nuestros vasos y el lejano cencerro de alguna vaca rompía el silencio del orballo. Nos vimos de pronto identificados con ella, con su lúbrica lentitud: indefensa, expuesta y vulnerable. Miramos la hora al unísono: doce de la noche del treinta y uno de agosto. Luego brindamos y nos quitamos el disfraz de vacaciones antes de acostarnos por última vez en aquella nube.

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