Así empieza mi nueva novela: "La duermevela"

 
 
Hoy quiero compartir con vosotros el inicio de la novela en que estoy trabajando, provisionalmente bautizada como La duermevela. El narrador y protagonista de la historia tiene una relación compleja y contradictoria con el mundo onírico, como aquí ya se empezará a vislumbrar. Más adelanté publicaré páginas en las que describe momentos de su actividad profesional (la periodística). No he corregido nada y seguro que se habrán colado errores. Pero decidme, ¿os parece un arranque seductor? ¿Os gusta el título? 
 
 
Conozco esta cama tan bien como mi cuerpo. Mide ochenta centímetros de ancho por 180 de largo. Si me estiro, mis pies exceden sus límites que anteceden el vacío por el que me gustaría precipitarme. Las sábanas azules componen unos dibujos cursis de flores geométricas.
Es la cama que he utilizado la mayor parte de mi vida. Contra mi voluntad, he retornado a su suave frialdad y a sus angustiosos recuerdos. He encendido la lámpara de la mesilla de noche, cuya luz blanquecina detesto, he cogido el móvil y he mirado la hora: las dos menos cuarto. ¿Por qué lo he hecho, si mañana no tengo ninguna obligación de levantarme temprano o de levantarme siquiera?
Me he acostado hace cincuenta minutos pero no estoy seguro de si me he despertado o aún no me he dormido. En cualquier caso he sentido un sobresalto súbito. Mis sueños o mis pensamientos, conducidos por insaciables neuronas que abren túneles y excavan agujeros dentro de mí, han colisionado en algún punto oscuro provocando la sacudida de mi conciencia.
Me sorprende que no haya pasado ni una hora. Lo que pensaba o soñaba era de todo punto absurdo. Iba caminando descalzo por un jardín que, como una isla devorada por la tempestad, se empequeñecía bajo las fauces de un desierto que abarcaba el horizonte. Dondequiera que mirara, veía polvo y arena introduciéndose en mis ojos, en mis orejas, en mi boca. Y ese polvo y ese arena me levantaban por los aires, pero no de manera gloriosa y épica sino terrible, pues la ascensión solo servía para comprobar la pequeñez menguante del jardín en que me hallaba y lo inhóspito del paraje que lo rodeaba; cómo las acacias empujaban a los manzanos y a los cerezos, que caían cándidos bajo su mortal abrazo. Pero unos metros más allá las acacias se desplomaban a los pies de las dunas y no quedaba nada, ni un arbusto ni un hierbajo con ansias de crecer en la superficie inabarcable del desierto. Un vendaval arrancaba los jirones que mal cubrían mi cuerpo y me arrojaba fuera de los confines del jardín, que ya había desaparecido de mis ojos. Caía, caía, caía, pero sin terminar de caer…
Entonces desperté. Supongo que era un sueño, aunque muy breve. No me siento capaz de imaginar una escena así de manera consciente. En los sueños, en cambio, no hay nada que no pueda suceder. En mi adolescencia y primera juventud, cuando aún dormía en esta misma cama, antes de que empezase a estudiar Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, había llegado a experimentar en algunas ocasiones un sorprendente control de mis sueños. Cualquier deseo que ardía en mi mente se manifestaba en forma onírica. Si me apetecía volar, de inmediato alzaba el vuelo y veía los edificios de Zaragoza (u otras ciudades imaginarias) a mis pies; si quería que un objeto, animal o persona apareciera ante mis ojos, no podía resistirse a la fuerza de mi voluntad.
No conozco una sensación más próxima a la divinidad. He mantenido tórridos romances con actrices hollywoodiensesy modelos brasileñas; he experimentado con mis parejas toda clase de prácticas sexuales que nunca me habría atrevido a proponerles. Mis mejores besos no han tenido como escenario unos labios humanos; mis viajes más embriagadores no han quedado confinados a los continentes del planeta. He hollado un sinfín de cuerpos y paisajes que existen solo en mi mente, por un breve espacio de tiempo, antes de disolverse en la bruma del despertar. La confusión que sigue entonces, cuando me veo atrapado en la cama, solo o en compañía menos deseable, no tarda en convertirse en amarga decepción.
Pero ya hace unos cuantos años que perdí las capacidades propias de un onironauta.          

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