La urraca en la nieve, de F. Javier Plaza


Se deslizaba mansa el agua bajo el puente Nuevo, el más antiguo de París, y apoyado en la piedra fría de uno de sus balcones observaba las grotescas máscaras ennegrecidas por el moho y la humedad que servían de desafortunada decoración a cada arco. Diciembre no tuvo el detalle de regalarme una mañana templada para mi último paseo por la ciudad y me obligaba a encogerme entre el abrigo y la chistera buscando así refugio para la ligera brisa que corría sobre el Sena y que trataba, en vano, de disipar la espesa niebla. Al menos la helada lluvia que me recibió cuando comenzó mi paseo, junto a la plaza de Clichy, me había abandonado hacía unos instantes, a la altura del Louvre. Debió de permanecer allí cayendo lentamente, custodiando el museo, cuando yo reemprendí el camino alejándome del edificio con la pena de quien se separa de un amigo.
Lié un cigarro con torpeza, escondiéndome del viento y casi simulando esperar a alguien ya que en aquella horrible mañana debía de ser el único paseante en la ciudad. Después, mientras fumaba, observé tranquilo a los escasos transeúntes que caminaban apresurados sobre el puente, pero apenas pude inhalar un par de bocanadas de humo ya que el frío y los guantes no me habían permitido repartir el tabaco con un mínimo de precisión, o tal vez se debió simplemente a mi torpeza.

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También es posible que ocurriera poco a poco, con pequeños golpes, entre aquellas grises y solitarias tardes de otoño y aquellas preciosas mañanas de primavera, cuando salía sin Therese a pasear por los caminos florecidos. Entre las veladas de verano a las que todos acudían de la mano de su amada, excepto yo, y las largas tardes de invierno en casa, sin recibir carta suya, dibujando. En todo caso, a partir de cierto día que no sabría concretar comencé a buscar en otros brazos el calor que Therese no podía darme, contratando abrazos de una noche. No se trató de una elección consciente, por supuesto,
ocurrió más bien por dejadez, por agotamiento, porque mi cuerpo terminó por acostumbrarse a pasar a su lado sin rozarla y a tratar a mi amada como a una hermana. Tan solo espero que en aquellos tiempos, tan duros para ella, no llegaran a sus oídos mis lamentables correrías por los alrededores de Pau, pues en mi interior consideraba que había aguardado cuanto me había sido posible y así encontraba una raquítica justificación moral para actuar a mi antojo. Mis sentimientos se tornaron más ariscos, resecos y estériles, dejando actuar sin freno a mis impulsos, que resultaron primarios y egoístas. Únicamente la pintura, en la que me refugié con pasión durante aquellos años, aportaba serenidad a mi ánimo y a mi eterna espera.


[Ediciones Hades]

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