Material rodante, de Gonzalo Maier


Son extrañas las biografías de los escritores. Bueno, en realidad pienso en esas que van en las solapas, las que intentan explicar quién escribe un libro. Tampoco es que sean completamente extrañas, por supuesto, pero sí resulta llamativo que muchas de ellas, muchísimas, incluyan las ciudades en donde ha vivido el tipo que firma ese libro. Como si viajar, pensarán los redactores de las solapas –los solapistas–, fuera parte de su trabajo o como si aún estuviéramos en pleno siglo XVIII y todo viajero fuera en buena medida un sobreviviente.

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Casi oponiéndose a la filosofía invisible de las bibliotecas, la mochila de un lector, más que dejar en evidencia sus grandes intereses o acaso sus deudas históricas, revela las obsesiones de turno: la novela a medio terminar, el conjunto de ensayos que desde hace semanas tiene un marcador en la página 159, o esos libros de poesía que resultan ideales para leer camino al trabajo porque pesan muy poco. Y por más que intenten lo contrario, en una mochila nunca encontrarán grandes reflexiones ni frases para el bronce porque los libros no están ahí para ventilarlos sino para robarle horas al día. Para matar el tedio. Lo único que se puede hacer en un viaje, a fin de cuentas, es leer e intentar dormir. La mochila, por lo mismo, es un mundo a medias, alejado de la academia y las corbatas. Podría apostar a que si los libros tuvieran memoria, sus días más felices serían los que pasaron ahí dentro, moviéndose de un lugar a otro, a medio leer, rompiendo la rutina soporífera que los deja muy quietos y exhibiendo su lomo en un estante. 


[Editorial Minúscula]

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