Pasiones juveniles

Por: Carlos Ortega Pardo

“It was the face of a beat generation”.
John Clellon Holmes.

Mi vínculo con la “Beat Generation” viene de lejos —qué vértigo, por cierto, cuando los veinte años se han convertido precisamente en eso: “lejos”—. Andaba acabando mis estudios universitarios —o, al menos, así lo creía—cuando mi padre, hombre de peculiares adquisiciones librescas e indudable tino, me obsequió con un ejemplar de “Las cartas de la ayahuasca”, donde se recoge la alucinada correspondencia que intercambiaran William Burroughs y Allen Ginsberg a cuenta del lisérgico viaje del primero a la selva amazónica y las experiencias de ambos con los alcaloides locales. Especialmente llamativos me resultaron la explicitud del lenguaje y el fraseo sincopado que, con matices, caracterizarán a todos los integrantes de la “Generación”, además del vitriólico sentido del humor del que hace gala el decano de la misma, William Burroughs, manifestado en varios pasajes absolutamente hilarantes.

Poco después, con motivo ya de mi yerma licenciatura y de nuevo por vía de la infinita generosidad paterna, llegó a mis manos “Onthe Road” —aquí traducida, no sé si negligentemente o con pretensiones líricas, en cualquier caso de manera poco ajustada, como “En el camino”—. Obra capital de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, buque insignia de la “Generación Beat” —otra traducción perezosa que acabó imponiéndose— y manifiesto programático “avant la lettre” para buena parte de los movimientos sociales que se avecinaban.

Nunca una lectura ha vuelto a dejarme secuelas equiparables —cosa que, en cierto modo, agradezco—. La libertad, no sólo formal, que la novela grita a los cuatro vientos con carcajada “bebop” me poseyó por completo. Tanto que en los años siguientes viví un idilio casi patológico con la obra toda de Kerouac —la cual devoré con la codicia ciega del drogodependiente, o del zombi— y con el personaje en sí —tal vez le dedique una semblanza en artículo futuro, con la perspectiva y la ecuanimidad que el tiempo y la edad proporcionan—, hasta el punto de zambullirme dichoso en un autodestructivo delirio alcohólico coronado —envilecido, cabría decir— con bochornosos experimentos de escritura automática y homéricas disputas con la novia de color que, émulo de Kerouac —quien, a su vez, pretendía serlo de Baudelaire—, me había buscado, creyéndola —anhelándola— mi Mardou Fox / Alene Lee particular. Porque a “Onthe Road” le siguió “Los subterráneos”, leída, como ven, con un exceso de implicación personal por mi parte. Vino después “Los vagabundos del Dharma” y el consiguiente coqueteo —no tan efímero como pudiera suponerse— con la meditación trascendental y unas cuantas decenas de haikus hallados en dios sabe qué páginas web de cuyo enfebrecido contenido “new age” no quiero acordarme.

Me metí, entremedias y de regreso a William Burroughs, con “El almuerzo desnudo” y con “Yonqui”. La primera, celebérrima quintaesencia del “cut-up” característico de su autor, me resultó bastante fría, acostumbrado como estaba a la visceralidad un tanto dipsomaniaca de Kerouac. En cuanto a “Yonqui”, quizá a causa de su proximidad a los crudos postulados del realismo sucio, fue más de mi agrado. Si bien es cierto que me faltó estómago —o me sobró, arcanos del rico refranero castellano— para empalmarla con “Marica”, su continuación natural.

Asimismo, durante un tiempo paseé, rambla arriba rambla abajo —vivía en Barcelona por entonces, y es que mis veleidades bohemias no eran moco de pavo—, la excelente edición bilingüe que Anagrama tiene del “Aullido” de Allen Ginsberg, renombrado estandarte generacional junto a la mencionada “Onthe Road”. Su tono, entre apocalíptico y veterotestamentario, me subyuga todavía. Pocos comienzos —ninguno, de hecho— se me ocurren más vigorosos que el que desata el poema. No me resisto a transcribirloensuversión original: “I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked, / dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix…” La fascinación fue tal que me lancé a componer una retahíla de horrísonas rapsodias que di en etiquetar de “poesía fisiológica”, bajo títulos tan perturbados, que no perturbadores —o sí—, como “Del oficio de teleoperador”. Jesús. Si bien es cierto que aún hoy siguen sin parecerme particularmente malas, lo cual debería preocuparme sobremanera.

Mi período “beat” tocó a su fin cuando me partí un codo y consagré las varias semanas de convalecencia a, entre otras cosas, la lectura de “La vanidad de los Duluoz” y “Big Sur”, de Kerouac ambas, y “El libro de Jack: una biografía oral de Jack Kerouac”, firmado por Barry Gifford y Lawrence Lee. Este último presenta una estructura bastante de moda hará unos diez años —recuerdo haber leído sobre la vida y milagros de MihailBakunin en formato muy similar—, que ahorra mucho trabajo al biógrafo —los biógrafos, en el caso que nos ocupa—, en tanto reducido a mero compilador de testimonios, al tiempo que incurre en el riesgo de desorientar al lector poco familiarizado con el personaje objeto de comentario, debido al galimatías que pudiera seguirse de una polifonía exagerada.

En lo tocante a “La vanidad de los Duluoz” y “Big Sur”, se trata, qué duda cabe, de obras menores. Me provocaron, por tanto, un impacto mucho más leve que las anteriormente citadas, especialmente “Onthe Road” y “Aullido”. Es probable también que la calentura “beatnik” que me había asaltado durante unos dos años hubiera empezado a remitir, de ahí el escaso entusiasmo que les concediese.

Pasó bastante tiempo hasta que me reencontré con mis ídolos literarios de juventud. Fue con “Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques”, escrito a cuatro manos por Kerouac y Burroughs. Me pareció poco menos que una “boutade” inofensiva, empezando por su tedioso título, tan forzadamente surrealista. En su defensa —y en la mía— cabe aducir que no me encontraba en la disposición de espíritu más apropiada para una lectura de tal jaez, pues dedicaba aquellos días al vano sacerdocio de las oposiciones —nada más aburguesado puede venírseme a la cabeza, si acaso el aburguesamiento triunfante: aprobar y tomar posesión de la plaza propia por siempre jamás. O casarse, claro.

Con todo, no hace mucho cayó en mis manos “Doctor Sax”, también de Kerouac, y a mi nada humilde juicio, un sinsentido cósmico, poniéndolo en términos de Henry Miller, autor de referencia para todos los escritores apuntados y que, a diferencia de éstos, no pierde un ápice de frescura conforme sus lectores atraviesan el umbral de la madurez.

De lo dicho hasta el momento podría desprenderse que mi relación con la “Beat Generation” y, especialmente, con Jack Kerouac, su representante más genuino —e indudablemente carismático—, muestra numerosas similitudes con el proceso de enamoramiento, desde la arrebatadora pasión original hasta la ineluctable indiferencia final. Pero igual que de ningún amor debiera uno arrepentirse —ni de nada en esta vida, si hacemos caso a Nietzsche, porque “¡los remordimientos de conciencia son una asquerosidad!”—, tampoco abjuraré nunca de mi pasada devoción por Kerouac y sus adláteres. Ni mucho menos. Hay filias peores, supongo. Las hay incluso ilegales, y ésta, de momento, no lo es. Además, sin menoscabo del cambio de criterio que necesariamente traen los años, dos máximas me han quedado: primero, el valor de lo autobiográfico como material literario —porque la vida, en palabras de alguien tan poco vinculado con la “Beat Generation” como García Márquez: “no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”—. Segundo y definitivamente innegociable, escribir siempre desde las tripas. Para ti y para nadie más. Contra todo y pese a todos. Honestidad “beat”, vaya.

 

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