Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis


Tuve este libro en las manos en cuanto salió a la venta. No sabía si pillarlo o no porque es imposible comprarse todo y leerse todo. Así que lo descarté, no lo cogí. Unos días después David González me dijo que debería leerlo, que era una jodida maravilla. Y es cierto, y además es un libro extraño porque demuestra una precocidad asombrosa (el autor nació en 1992): posee la contundencia narrativa de esos escritores que te golpean casi en cada página. Eddy Bellegueule sufrió una infancia infeliz, tal y como confiesa al principio: siendo homosexual, padeció las burlas de amigos, vecinos y familiares, tuvo un padre tirano y brutal que nos recuerda a los padres de los libros de Fante y Bukowski, tuvo una familia repleta de taras e invalideces, tuvo que soportar el desprecio, la burla, el racismo del entorno, los padecimientos de la clase baja… En el pueblo no sólo era importante haber sido un tío duro, sino también saber convertir a los hijos de tíos duros, admite. Luego dijo adiós a todo eso, huyó, se cambió el nombre y el apellido, dejó de ser Eddy Bellegueule para convertirse en Édouard Louis y escribió un libro sobre aquel infierno. Un libro áspero y magnífico:

De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz. No quiero decir que no haya tenido nunca, en esos años, ningún sentimiento feliz o alegre. Lo que pasa es que el sufrimiento es totalitario: hace desaparecer todo cuanto no entre en su sistema.

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Las palabras amanerado y afeminado sonaban continuamente a mi alrededor en boca de los adultos: no sólo en el colegio y no sólo por parte de los dos chicos. Eran como hojas de navaja que, cuando las oía, me seguían lacerando durante horas y días; las rumiaba y me las repetía a mí mismo. Me repetía que esas personas tenían razón. Tenía la esperanza de cambiar. Pero mi cuerpo no me obedecía y se reanudaban los insultos. Los adultos del pueblo que me llamaban amanerado y afeminado no siempre lo decían como un insulto, con la entonación característica de los insultos. A veces lo decían con extrañeza, ¿Por qué elige hablar y comportarse como una chica si es un chico? Qué raro es tu hijo, Brigitte (mi madre), mira que portarse así. Esta extrañeza me oprimía la garganta y me ponía un nudo en el estómago. A mí también me preguntaban ¿Por qué hablas así? Yo hacía como que no entendía, una vez más, me quedaba callado; luego, un deseo de chillar sin ser capaz de hacerlo, el grito, como un cuerpo extraño y abrasador, bloqueado en el esófago.

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En mi familia había más inválidos que en otras familias. A lo mejor es que lo ocultábamos peor, que teníamos menos cuidado, que no sabíamos por dónde cogerlo. A lo mejor, sencillamente, era la escasez de dinero para cuidarnos como es debido, la hostilidad hacia la medicina. Está mi prima, que nación con dos paladares; el otro primo que siempre se están poniendo malo, es alérgico a los antibióticos, al detergente, a la hierba. Está la tía que se arranca los dientes con tenazas cuando se emborracha, porque sí, jugando; unas tenazas como las de los talleres mecánicos. Se emborracha muchas veces y, claro, se encuentra con que no tiene dientes que arrancarse. 


[Ediciones Salamandra. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia]

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