El jovial Sísifo

Por: Pedro Luis Ibáñez Lérida

Juan Goytisolo

Juan Goytisolo

Irrumpe con distinción y estilo la fortaleza literaria de Juan Goytisolo en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes. Frente a la extendida y pujante mediocridad, la serena y sólida excelencia.

Lo finito precede. La consecuencia precisa de nuestros actos redunda inexcusablemente en ello. Abundar en otro sino menosprecia la naturaleza de nuestro ser. En el pormenor hallamos la dimensión equitativa del acontecer vital. Es ahí, en ese modo donde se manifiesta el pronunciamiento diferenciador sí despojado de vestiduras, arrobamientos y alabanzas, prevalece la autenticidad del acto. Independientemente que chirríe ante el utilitarismo imperante o la gloria sublimada por la decadencia institucional.

Juan Goytisolo no pronuncia la literatura en vano. Ni tan siquiera se recrea en ella. Sencillamente escribe. La escritura –su escritura- sostiene la enseña que procura la humildad en su oficio, desde el alumbramiento de un pensamiento que se resiste a obviar la realidad con la que pugna. “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”. La evocación a Fernando Pessoa desmitifica la conciencia distante y distinta del escritor y la hace abrumadoramente humana. Sin embargo ello no destituye el afán premeditado y oportuno de su disertación en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes de forjar, A la llana y sin rodeos, el corazón de las palabras hasta moldear la síntesis depurada y la emoción contenida. Justo equilibrio para vencer la indiferencia y asestar el último golpe, no por vano menos preciado, Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración”.

Duerme el centinela de la fama como un lirón. Aquélla es como un carro de nieve. Se deshace lentamente, humedeciendo a su paso el efímero rastro, hasta que se evapora. La obstinación en la notoriedad hace estragos. Sólo la literatura –qué discreta y que recompensa más conmovedora si la soledad y la sencillez nos aligera de lo innecesario para abordarla- emerge a la superficie como la madera en el naufragio. Frágil asidero con el que enfrentar el temible oleaje de la gloria mediática. Entonces el ánima machadina prende –ya conocéis mi torpe aliño indumentario– y se advierte en el que portan sus ochenta y cuatro años para no desmerecerse a sí mismo y explicitar la estética de lo cotidiano con su renuncia a la excepcionalidad a la que rehúye.

No divaga. Apunta certero. Como don Quijote en su irrefrenable cabalgadura hasta confrontar con los molinos de viento. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura”. Este inabarcable territorio se reduce paradójicamente a un destino, el mismo que tomara Alonso Quijano: ser ciudadano y caballero. Es decir la ensoñación del ideal y la realidad de la insumisión para no desfallecer y aliviar las heridas. La escritura: lanza en astillero y adarga antigua, símbolos para contender con la descarnada realidad y protegerse de su infinito dolor.

El autor de Señas de identidad no renuncia al inevitable principio y fin al que se consagra: empujar la piedra hasta la cima de la montaña y, tras un trabajo ímprobo, contemplar su descenso para, sin desfallecer, retornar al trabajo ingrato de reiterar el esfuerzo aparentemente estéril. El jovial Sísifo asume la perseverante tarea de empezar de nuevo. Al fin y al cabo el castigo divino al que se enfrenta, es un desafío ante el que no se arredra y con el que vive como razón de ser: el fracaso que lo acompaña sin compasión. Si no fuera así no existirían los incurables aprendices de escribidor y esa permanente sensación salobre de sed de escritura que nunca satisfacen. Otros son considerados escritores en la poderosa y altiva ola que sucumbirá plácidamente en cualquier playa desierta.

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