Roberto Bolaño

Por: Carlos Ortega Pardo

Roberto Bolaño – Imagen de http://www.jotdown.es/

Chileno que desde la Costa Brava, aquí en España, describiera un México de pesadilla ―dantesco cuadro, sobre todo el que traza su ciclópea anti novela póstuma 2666, que, por desgracia, no dista demasiado de la realidad―, Bolaño es, no cabe duda, la vocación literaria encarnada ―capaz de una vasta producción pese a su abracadabrante peripecia vital, trufada de las más variopintas ocupaciones con que mantenerse a flote, sobrepasando apenas el precario umbral de la subsistencia, y marcada por la cruel enfermedad que acabaría llevándoselo prematuramente.

Sempiterno el cigarrillo, enfundado ―extraviado más bien― en un abrigo varias tallas grande y aureolado por la épica doliente de la derrota, Bolaño compone una figura un tanto kafkiana ―no en vano, se escuchan en su obra claros ecos de la del praguense―. El sucinto autorretrato poeta y vago que puede leerse en su tarjeta de visita recoge, a la vez, una declaración de intenciones y una mentira. La primera, su compromiso inquebrantable con la literatura. La segunda, una supuesta pereza que contradice la porfía casi estajanovista con que, aun en las circunstancias más adversas, se consagró a la escritura.

Mi primer contacto con Bolaño se produjo cuando a los 21 años ―lo recuerdo bien, había interrumpido mi año erasmus para pasar las fiestas navideñas en casa―, mis padres me regalaron un ejemplar de Llamadas telefónicas, algunos de cuyos relatos me impactaron fieramente al leerlos ya de vuelta en el gélido invierno sueco. Conocedor de la exitosa acogida que había tenido su obsequio, el viejo me recibió, a mi regreso definitivo mediado el mes de mayo, con el voluminoso tomo en que se recoge la estremecedora 2666, y que el propio Bolaño había previsto se editase en cinco números sucesivos, a fin de asegurar el sustento de sus expósitos; instrucciones que Anagrama consideró pertinente desoír, lo cual supuso, creo, un acierto indiscutible, toda vez que el mero manejo de sus 1125 páginas constituye un aditamento feroz a la torturadora experiencia que en sí entraña la lectura de éstas.

Sin perjuicio de la valentía de Bolaño ―y de su titánico esfuerzo, más si cabe para un casi moribundo como él, o sin el casi― a la hora de acometer la que él hubiera querido ―y muchos así la consideran― su obra definitiva, coincido con Vargas Llosa cuando manifiesta su rendida admiración por Los detectives salvajes, especialmente por sus cien primeras páginas. Agrupadas bajo el título, algo genérico, de Mexicanos perdidos en México (1975), probablemente estemos ante lo mejor que se ha escrito en nuestro idioma en los últimos 25 años. La descripción que, a través del diario del poeta adolescente Juan García Madero, hace del movimiento infrarrealista ―o realismo visceral, en palabras de Bolaño― es una delicia generacional e iniciática que se quiebra abruptamente para dar paso a la segunda parte de la novela, Los detectives salvajes (1976-1996), extenso juego borgiano que remite también a Cortázar, Kerouac y Joyce.

De Entre paréntesis, miscelánea ―y por ende algo irregular― de artículos, ensayos y discursos, me quedó, además del natural deleite causado por la lectura de muchas de sus piezas, una voraz curiosidad acerca de Max Beerbohm, semidesconocido cuentista y dibujante británico de principios del siglo XX, cuyo relato Enoch Soames contaba Bolaño entre sus quince favoritos, y no en último lugar ―según afirma en Un cuento perfecto, artículo recogido en dicho compendio―. Poco después, en una librería de lance merecedora de entrar a formar parte del Patrimonio Nacional, me hice, por tres irrisorios euros ―concretamente 2,95, tal como reza el precio que todavía conservo pegado a la contraportada―, con Siete hombres, impagable parodia de la envarada escena cultural tardovictoriana, presidida por el cuento que, con tanta razón, admirara Bolaño.

No veo la hora, en fin, de hincarle el diente a Estrella distante ―qué precioso título, por cierto―, La literatura nazi en América o Nocturno de Chile, por citar sólo algunos de los libros de Bolaño que me faltan. No obstante, tocará armarse de paciencia, pues hoy cotiza tan alto como injustamente se lo ignoró durante buena parte de la áspera vida que le tocara en suerte ―al menos pudo cumplir su natural deseo de que a sus hijos no les faltase de nada―, y mis actuales condiciones financieras parecen las de todos esos escritores cuya insolvencia dignifica en tantas y tantas páginas, trasuntos inconfundibles de un autor formidable a quien el reconocimiento llegó demasiado tarde.

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