Anagnórisis Munera.

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1. El torero se planta frente al toro. Baja el capote, sube el estoque, mira a los ojos del toro. El torero se ha plantado frente al toro de esta misma manera miles de veces antes. Ha interiorizado el ritual como el que se persigna. Ya no necesita pensar en ello y sin embargo piensa en ello cada vez. Junta los pies, agita el capote para que el toro baje la cabeza. El toro cabecea pero no termina de agacharla bien. El torero aguanta la respiración un segundo, un segundo en el que recuerda a todos los toros, todos y cada uno de los que ha lidiado. La posición del brazo, su embestida y la del animal, el tacto del acero entrando en la carne, su peso que lo adentra en sus entrañas. Agita el capote de nuevo, el toro escarba en la arena, el olor de la sangre del toro anterior sube por el aire, el toro no mansea, se lo piensa, sube la mirada hasta el torero. Y entonces el torero ve aquello que no ha visto en las miles de veces anteriores. El torero ve los ojos del toro, ojos negros, acuosos, inocentes. Se adentra en esos ojos, quedan conectados durante un lapso de tiempo que parece una eternidad, luego el torero deja caer el capote, el estoque también cae. Se gira y arrastra los pies hasta la barrera. Ha comprendido, ha roto un muro, saltado a un punto mayor de conciencia, un más allá, ha entendido. Se derrumba y rompe en llanto. Él, que ha dedicado su vida al toreo, ha visto en los ojos del animal el sufrimiento de todos los toros que ha matado. Es la última vez que torea y el primer toro que no matará.

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