Hermana Muerte, de Thomas Wolfe


El sábado anterior me enteré de que Periférica publicaba una "nueva entrega" de la obra breve del grandísimo Thomas Wolfe (Hermana Muerte viene precedida de las ya recomendadas El niño perdido, Una puerta que nunca encontré y Especulación) y, aunque el libro aún no estaba distribuido, unas horas después lo encontré en los tenderetes del H.U.L. (I Festival de Microedición y Lucha Libre Hostia Un Libro), que se celebró en el Campo de la Cebada de La Latina. Y, por supuesto, lo compré al instante y ya lo he leído.

El narrador de Hermana Muerte nos cuenta los cuatro encuentros que tuvo en la gran ciudad con hombres que acababan de morir: hombres que perecieron en la calle, delante de sus ojos, o en los andenes del metro. Muertes violentas o muertes pacíficas, casi serenas, como si el finado sólo se hubiera echado a dormir. Wolfe vio todo eso en la metrópoli y lo cuenta aquí. Esos encuentros con la extinción le permiten hablarnos no sólo de nuestra mortalidad, sino que el autor va más allá, como siempre: le sirven para hablarnos de la soledad del hombre y del modo en que las ciudades a menudo engullen a sus ciudadanos, como entes vivos a los que, sin embargo, no les importa si sus habitantes mueren o no. Pero da igual lo que nos cuente Wolfe porque siempre lo hace bien: es su estilo el que cuenta, el que embruja, el que te convierte en un adicto a su prosa. Un estilo entre lírico y grandilocuente. Dejo algunos ejemplos de su poder como narrador:

Murió de un modo tan discreto que a muchos nos costó admitir que estaba muerto; su muerte fue sólo una suspensión instantánea y serena del movimiento de la vida, tan pacífica y natural en su curso que todos nos quedamos observándola con ojos de fascinación e incredulidad, reconociendo de inmediato el rostro de la muerte con una terrible sensación de familiaridad, que nos confirmaba que la conocíamos desde siempre y pese a ello, horrorizados y atónitos como estábamos, nos resistíamos a aceptar su aparición.

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Nadie oye las enormes y oscuras alas que baten el aire sobre sus cabezas, todos piensan que su momento durará para siempre, todos caminan tan decididos que a duras penas perciben su propia decadencia, su envejecimiento. Nunca levantan la mirada para ver las estrellas inmortales que sobrevuelan su Feria imperecedera, nunca oyen la voz inmutable del tiempo que medra en el aire, que nunca cesa, no importa cuántos hombres vivan o mueran. La voz del tiempo se oye a lo lejos, remota, y sin embargo contiene toda la voz de un millón de vidas notables en su murmullo, se alimenta de la vida y sin embargo vive por encima de ella, apartada.

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Yo había visto morir a mi hermano y a mi padre en la oscura semivigilia de la noche y había conocido y amado la figura de la orgullosa Muerte siempre que ésta se presentó ante mí. Había vivido y trabajado y bregado hombro a hombro con la Soledad, mi amiga, y en la oscuridad, en la noche, en todo el silencio durmiente de la tierra, había mirado mil veces el semblante del Sueño y había oído el sonido de sus negros caballos siempre que se acercaban.


[Editorial Periférica. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas]


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