El arte de no decir la verdad, de Adam Soboczynski


Algunos de los libros que recomiendo estos días los leí hace meses; si me descuido, pronto hará un año de algunas de esas lecturas. Se van acumulando en otra pila, la destinada a los libros que ya he leído y de los que quiero tomar algunas notas. Éste es uno de ellos. El polaco Adam Soboczynski, mediante varias historias y ejemplos supongo que tomados de la vida real (pero da igual si son inventados), nos muestra cómo deberíamos comportarnos en la sociedad actual. Así, construye un libro ameno y muy ocurrente, con capítulos del estilo de "Fingir", "Nunca parecer perfecto", "De quién debemos protegernos", "Saber encajar la derrota", "Utilizar el humor" o "Poner furiosos a los demás". Destaco unos ejemplos de este catálogo de comportamientos, del que he vuelto a releer algunos pasajes y que me sigue pareciendo muy ilustrativo:

Los arrebatos incontrolados, ya sean de alegría o de cólera, deben evitarse casi siempre. Exponen nuestras intenciones y nuestras debilidades al oponente. El carácter exaltado es propenso a cometer errores; el pensamiento frío es la base de la inteligencia.
A menudo, el destinatario de un correo electrónico impertinente se enfada con razón. El impulso de responder inmediatamente con un correo todavía más impertinente es enorme. En este caso, lo primero que hay que hacer, en lugar de precipitarse sobre el teclado hecho un basilisco, es tranquilizarse.

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Nuestros competidores nos quieren hundir, pero su envidia, gracias a la civilizada represión de los instintos, a menudo nos llega camuflada. No pretenden estrangularnos. Pero eso sencillamente hace menos visibles sus intenciones. Sus alabanzas son infinitamente más peligrosas que su odio indisimulado. Debemos mostrarnos enormemente desconfiados cuando nos topamos con una gentileza apabullante.
Existen personas con las que debemos andarnos con especial cuidado si entramos en competencia con ellas. Particularmente hábiles en el arte del fingimiento, y por ello siempre muy peligrosos, son los arribistas que con paciencia pertinaz se abren camino hacia arriba y, contra toda probabilidad, se convierten en presidentes de Francia o en cancilleres de Alemania. Tienen una enorme ventaja: contemplan siempre con mirada ajena la clase social que acaban de conquistar pero en la que no han crecido con ceguera. Penetran los matices del comportamiento humano mucho mejor que aquellos que nunca han vivido de otro modo.
El sociólogo Georg Simmel bautizó al que mejor comprende una sociedad "el extraño que permanece". El extraño que permanece puede ser el advenedizo, el arribista, el ofendido por su propio cuerpo, el objeto de burlas pasadas. Debido a una imperfección –un defecto del habla o una cojera– o debido a su origen, se ha mantenido siempre a distancia, pero gracias a la observación de su entorno ha aprendido las artes más pérfidas.

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Esta característica nos sigue definiendo hoy en día: no tenemos que temer a las zarpas que pueden desgarrarnos, sino a las persuasivas mentiras difundidas por los supuestamente inferiores.

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Baltasar Gracián también identificó un grupo de personas frente al que debemos protegernos. Suyo es el consejo: "Nunca pelees con quien nada tiene que perder". El que nada tiene que perder puede descuidar toda precaución y atacarnos mediante la fuerza bruta. Le da igual sufrir algún daño. Quien no tiene nada que perder está fuera de la civilización. Afortunado el que no se topa jamás con él.

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A partir de cierto momento, prácticamente todas las parejas entran en la fase del perdón. La fase del perdón consiste en acaloradas y reiteradas discusiones seguidas de su correspondiente reconciliación. […] Tres días más tarde, como mucho, hay una nueva discusión, y de nuevo se produce una reconciliación acompañada de una orgía del perdón. Y así durante un tiempo, hasta que, cuando se hartan de pelear, ya es demasiado tarde para ninguna reconciliación. Pues una vez ha empezado la fase del perdón, el antaño maravilloso barco del amor, reluciente a la luz del sol, se ve envuelto por densos nubarrones de tormenta que difícilmente se disipan. De ahí la primera regla referida al perdón: evitar las situaciones que en el futuro puedan exigirle a uno pedir disculpas, administrar la cólera con cuentagotas y jamás hablar irreflexivamente.

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Las réplicas confusas y los arrebatos desmesurados siempre resultan terriblemente desagradables. Cuando a uno no se le ocurre nada inteligente, lo mejor es hacer notar a los presentes la inoportunidad del ataque con un leve movimiento de los ojos y permanecer en silencio.

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Todas las personas tienen un punto débil en el que es fácil atacarlas; averiguar ese punto débil es propio del inteligente. Hay que ir a buscar a las personas ahí donde quieren ser buscadas: en su punto flaco, que, en sus más diversas manifestaciones, es su infinita vanidad, su eterno afán de protagonismo.

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El artista del fingimiento pone todo el esmero en que sus flechas envenenadas parezcan una réplica justa y hasta casi amable a una verdadera infamia.


[Anagrama. Traducción de Francesc Rovira]

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