Un domingo en la zarzuela


A veces creo que tengo entre las manos un regalo valioso y frágil, como una flor rara o un juguete de colección, que hay que preservar del mundo porque con tan solo una mirada más, distinta a la nuestra, podría romperse; otras veces, las más, me parece que mis manos están vacías y me siento ridícula observándolas ensimismada, esperando la reaparición del tesoro.

Lo extraordinario es que siempre vuelve, aunque sea de forma fugaz, por eso estoy aprendiendo a dejar de cuestionarme sobre lo que me hace feliz, porque si me hace feliz tiene que ser bueno.

Y no quiero darle más vueltas.

El domingo fuimos a la zarzuela.

Cuando era pequeña -con seis años ya tenía tres hermanos por detrás de mí y los celos no eran infrecuentes- pasaba mucho tiempo en casa de mis abuelos, donde también vivían mis tías. Ahora sé que eran dos mujeres increíbles, que nunca se casaron y se volcaron con los nietos de su hermana mayor. Yo fui la primera.

Siempre que me quedaba a dormir con ellas me hacían para cenar pollo con patatas fritas y aguantaban con una estoicidad que Séneca hubiera considerado excesiva mis ataques de miedo al sueño; porque yo nunca quería dormirme y desde que se ponía el sol no paraba de preguntar cuándo se volvería a hacer de día.

Hubo muchas tácticas contra mi paranoia infantil (las distingo hoy con la perspectiva de los años y las valoro en su justa medida, eran originales y contribuyeron sin duda a hacerme quien soy): una fue aficionarme a la lectura en la cama; otra, invitarme a cerrar los ojos y dejar pasar "un ratito"; y una última, darme conversación hasta verme caer rendida.

Supongo que así fue como me enteré de que a mi tía Maruja le gustaba la zarzuela, concretamente una, 'Luisa Fernanda' , de la que muy pronto me aprendí el tema principal, que era este:

A San Antonio como es un santo casamentero / Pidiendo matrimonio/ Le agobian tanto / Que yo no quiero / Pedirle al santo / Más que un amor sincero

Aquella pieza respondía al sugerente título de 'La mazurca de las sombrillas' y la acabamos bailando en el colegio, disfrazados los niños de dignos caballeros del XIX y pertrechadas las niñas con unas sombrillitas de plástico transparente, que no le sacaron un ojo a nadie de milagro.

Es curioso que recuerde eso.

Más allá de la anécdota, me acuerdo ahora de mi tía Maruja (todos la llamábamos Coca) y me pregunto por esos trozos de vida que compartí con ella, una gran parte en su habitación de muebles blancos y dos camas vestidas con colchas azules... Y creo que nunca nos contó nada, que se nos escapó sin que apreciáramos de ella más que la superficie: una vida discreta y en apariencia feliz, a la que le bastaba para llenarse una siesta rápida en el sofá, antes de irse a trabajar a la lotería; detalles pequeños, como la ropa nueva cada temporada y las películas en la tele (sus favoritas eran 'Sospechoso' y 'Hechizo de luna', le gustaba Cher); y la manicura de los domingos.

Los vecinos del barrio, incluso cuando ya pasaba de los setenta, solían decirle que tenía unas piernas de vértigo, y ella nunca renunció a las medias trasparentes ni el tacón.

Me viene a la cabeza el libro de Michon al sorprenderme ante la tremenda importancia de una vida minúscula y comprendo que sobre todos, sin excepción, hay una luz. Es una lástima que nos conformemos tan a menudo con conocer a los demás sólo a partir de lo que hacen por nosotros.

El domingo fuimos a la zarzuela.

Y fue bonito no sólo por el hecho en sí, una sorpresa acertada, sino porque, además, sin pretenderlo, las entradas para ver 'El diablo en el poder', una de las tres obras que componen la 'Trilogía de los Fundadores', hicieron crujir los mimbres de mi infancia.

En un momento de la representación, al insinuar yo que, por la letra de la composición, la obra parecía escrita ayer mismo, Pedro me dijo que, en nuestra época, la ingenuidad del tiempo en que se componían zarzuelas se ha perdido.

Y probablemente tenía razón.

Mientras terminaba la sesión, pensé en mi particular “tiempo de zarzuela” y regresé a la calle del Turia y a mis seis o siete años. Quería rescatar mi propia ingenuidad. Me di cuenta de que iba a resultar muy peligroso seguir adelante sin ella.

La necesito.

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