Vida y época de Michael K, de J. M. Coetzee


Suele decirse que Desgracia es la mejor novela de John Michael Coetzee y quizá la más dura, pero Vida y época de Michael K no se queda atrás: me ha parecido igual de intensa y tal vez igual de magistral. Las primeras 30 páginas son demoledoras. En la primera frase nos dicen que Michael nació con un labio leporino y eso ha condicionado su vida porque de niño no mamaba bien y nunca tuvo amigas y fue objeto de burlas. Michael ha vivido a la sombra de su madre, aunque él mismo trabaja como jardinero. En esas primeras páginas su madre cae enferma y quiere que él y su hijo regresen a la tierra familiar. Pero los planes se tuercen: él deja su trabajo, hay una guerra que lo ensombrece todo, para atravesar la frontera necesitan permisos que tardan en llegar, la madre no puede caminar y tose y se agota y Michael construye una especie de carreta para llevarla, y a mitad de camino acaban en el hospital, donde ella muere. No es spoiler porque, insisto, esto ya sucede en las primeras páginas y el fallecimiento de ella se sabe leyendo el argumento de la contracubierta. Todo lo que le acontece a la madre es sofocante, como en general toda la novela:

Echada en la cama de la habitación mal ventilada en las tardes de invierno, la lluvia goteando por las escaleras, soñaba con escapar de la violencia indiferente, de los autobuses llenos, de las colas en los supermercados, de los dependientes arrogantes, de los ladrones y los mendigos, de las sirenas en la noche, del toque de queda, del frío y la humedad, y volver al campo donde, si iba a morir, al menos moriría bajo un cielo azul.

A partir de entonces Michael se convierte en un fantasma. En una especie de sombra, uno de esos tipos tan abundantes en la literatura, esos que son incapaces de hacer nada más que sobrevivir, comiendo y durmiendo y viendo pasar los días en mitad de la naturaleza (por ejemplo, me recuerda al Sutree de Cormac McCarthy). En la página 73 leemos esto: No había nada más salvo vivir. Y eso es todo. K no tiene otros intereses, ni otras motivaciones, ni se interesa por nada:

Qué suerte no tener hijos, pensó: qué suerte no desear ser padre. No sabría qué hacer aquí, en lo más profundo del país, con un niño que necesitaría leche, ropa, amigos y un colegio. No cumpliría con mi deber, sería el peor de los padres. En cambio no es difícil vivir una vida que consiste únicamente en pasar el tiempo. Soy uno de los afortunados que ha escapado de cualquier vocación.

Quizá una de las explicaciones sea que Michael se ha destetado, en realidad, por primera vez en su vida, aunque sea un tipo de treinta y pico años… Sin su madre, es un hombre a la deriva, y se pregunta lo siguiente:

Al final todos debemos dejar el hogar, todos debemos abandonar a nuestras madres. ¿O es que quizá no soy más que un niño, uno más de un linaje de niños, tan niños que ninguno de nosotros puede abandonarlo, y tenemos que volver a morir aquí, en el regazo de nuestras madres, yo en el suyo, ella en el de su madre, y así uno tras otro, generación tras generación?

En el segundo capítulo Coetzee cambia de narrador (algo usual en muchos de sus libros), de la tercera a la primera persona; se trata de un médico que observa y trata a Michael en uno de los lugares por los que pasa en su periplo. Y en el tercer y último capítulo retoma la narración en tercera persona. K, a medida que pasan los días, va prescindiendo de más y más cosas (personas, ciertos alimentos, etc.), hasta un punto escalofriante, como leemos en la última frase del libro. Enorme novela; pero desoladora.



[DeBolsillo. Traducción de Concha Manella]

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