El largo invierno chino, de Carlos Palacios


Así fue como empezó el famoso fin del mundo. En 2012, el otoño llegó de un día para otro. De repente, las calles se llenaron de montones de hojas amarillas y marrones que los barrenderos apartaban con feroces escobazos y rácano resultado; de densos charcos del color del plomo y la consistencia del cristal y de un rugoso barro que al pisarlo inmortalizaba las huellas de los zapatos como cemento fresco. Al pasar los autobuses dejaban en las calzadas dos líneas paralelas de efímera limpieza que los coches que llegaban después volvían a ensuciar sin pudor alguno. Los días se repetían grises, como prisioneros de un cielo color ceniza sin fisuras, que dominaba desde el amanecer y que solo en las primeras horas de la tarde daba paso a una noche de violentos colores anaranjados. Algunas noches, un viento frío y poderoso balanceaba las farolas que pendían solitarias en mitad de los hilos de acero situados entre las fachadas de los edificios. A veces, cuando la fuerza del viento era mayor, se escuchaba un solitario portazo de alguna contraventana de madera mal cerrada. Las luces de las casas se encendían con las primeras oscuridades de la tarde y se apagaban muy pronto, nada más acabar el último programa televisivo. Las familias se quedaban poco tiempo a la mesa alegando las razones más extrañas y las cenas duraban apenas unos minutos, nada más que para hablar de la crisis y de los problemas del trabajo. En toda la ciudad flotaba una desconfiada atmósfera de toque de queda y calles desiertas, de pasos apresurados por las escaleras y de puertas cerradas tras un golpe seco y ruido de cerrojos echados.

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-Yo no me acostumbro a ser pobre, aunque me gusta. ¿Sabe cómo se hace uno pobre? Pues poco a poco, con el pasar de los días. Es que no te das ni cuenta. Un día te despiden, no tienes dinero para pagar el teléfono, luego la luz, luego el alquiler del piso. Amenazan con echarte, no haces caso porque estás muy liado buscando trabajo. Hasta que sucede y entonces te ves en la calle. Por un tiempo los amigos te acogen en sus casas. Es casi divertido; es casi como volver al instituto o a la universidad. Pero se cansan y te buscan una pensión. Es barata, te dicen, estarás más cómodo porque vas a tener más independencia. Aguantas un mes, dos, no te sale nada, el traje está cada vez más sucio y más viejo, la gente empieza a mirarte cuando pasa a tu lado. Comienzas a no ser uno de ellos. Un día no tienes ni un euro para el café. Te jodes y no desayunas, vas a las entrevistas andando porque tampoco tienes que pagarte el tranvía. Luego dices: joder, y si pido aunque sea nada más que un euro para el tranvía. Cuando empiezas a pedir no puedes después parar, es como el vino. Y ya empiezas a convertirte en el loco del barrio, te conocen porque eres el que todos los días pide para ir a buscar trabajo y el bocadillo. Entonces debes mucho dinero a la señora de la pensión y te echa. ¿Dónde vas? No puedes presentarte así a los amigos, mucho menos a la familia. Te dices: la primera y la única vez que duermo en la calle. Al principio lo que hacía era pasear toda la noche, con mi maleta a cuestas. Cuando empezaba a amanecer me sentaba en un banco, con la maleta bien cogida, y echaba una cabezadita. Pero llega la lluvia y el frío y ya no puedes estar andando toda la noche; te dices que bueno, tendré que repararme en algún sitio. Y ves a otros que lo hacen, te acercas y al principio te tratan mal, luego se hacen amigos tuyos y ya estás dentro, buscando cartones y mantas, extendiendo la mano cuando pasa alguien para que te dé algo.

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-[…] Lo único que puedo contarles es que todo sucedió en el Duomo: lo quemaron por dentro, ya no existe. Y hace unos minutos leí un bando con las nuevas disposiciones. Por lo que había escrito, hemos sido conquistados por los chinos… –y cuando lo dije, cuando expresé con palabras y escuché lo que hasta entonces había sido nada más que un pensamiento apenas articulado, fue cuando me derrumbé y comprendí todo. Conquistado por los chinos, repetí varias veces con la voz temblorosa y sabor de lágrimas en la boca.


[Editorial Eutelequia]

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