Mortal en rebeldía

Se supone que estas son fechas de balances y propósitos. Sin embargo, en la práctica, las Navidades parecen oficialmente organizadas para que apenas podamos pensar. Para que su alegría un tanto sobreactuada nos conduzca al consumo o al consuelo, más que a las conclusiones. La llamada sociedad del bienestar, con la salud y la felicidad como argumentos recurrentes, se postula en teoría como moral hedonista. Evitar los pensamientos negativos y alejarse de la angustia, tal como sugieren las literaturas de autoayuda, tendría como presunto objetivo el goce de la vida. Pero si se omite el discurso de la muerte, si en paralelo no se desarrolla una moral de la mortalidad, los principios de la sociedad del bienestar se nos revelan violentamente capitalistas. Para que puedan oprimirme, para que puedan explotarme más allá de lo razonable, es necesario que en el fondo yo me sienta inmortal. Alguien que se piense desde la muerte, que cultive la certeza filosófica de que morirá mañana, tendrá mayores reparos a la hora de dejarse atropellar. El ciudadano medio es por tanto potencialmente más rebelde sabiéndose mortal que viviendo en una suerte de inopia donde la finitud funciona apenas como un vago sobreentendido. Quien pone la mortalidad en el centro de su identidad tiende a adoptar decisiones radicales. Estas decisiones resultarán probablemente subversivas o, como mínimo, bastante menos productivas desde el punto de vista económico. No hay bienestar posible sin dejar de estar. En las antípodas de lo deprimente, nombrar el propio fin (¿qué otra cosa es el arte si no un ars moriendi?) puede ser el principio vital de toda rebeldía.

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