A LA MEMORIA DE RAMON JULIVERT, EL SEÑOR QUE CANTABA ÓPERA EN EL METRO


     A la memoria de Ramon Julivert, el señor que cantaba ópera en el metro. 
   Las últimas veces que lo vi iba un poco más desarreglado, comía de la caridad de los empleados del metro que le llevaban un bocadillo y un refresco cuando podían. Sé que dormía en un convento de Gràcia. Lo he sentido de veras. Ramon (más bien su sosias literario) aparece en un cuento de Safaris inolvidables, "Los cincuenta furiosos", y el fragmento en el que aparece lo he copiado debajo. 
     Que quede como pequeño homenaje a Ramon.
     La ilustración es de Dolors Boatella.



"...Si no se enquista el mal permanece adherido a todos nuestros actos y se convierte en estupidez o locura. En estos años he conocido locos sublimes y despreciables, afables y furiosos, algunos que albergaban en su condición un eco de destrucción y maldad. De los risueños recuerdo bien uno, todavía andará vagando por los andenes de metro aunque hace tiempo que no lo veo. Solía estar en las estaciones de Paseo de Gracia y Diagonal de la línea tres. Era alto y con buen porte, vestía aceptablemente bien, con americana y corbata y debía tener más de setenta años. Trataba una y otra vez de cantar óperas y zarzuelas con una voz que apenas si le salía de la garganta. Carraspeaba a menudo y trataba de volver a cantar. Llevaba un lápiz en la mano y levantaba los brazos cuando trataba de entonar hacia el resto del andén, su público, a veces dirigía su voz hacia el vacío, otras hacia algún grupo de turistas atónito que se reían extañados. Alguna vez vi cómo lo empujaban cuando se abrían las puertas en hora punta y también como una empleada de la estación le traía un refresco y un bocadillo de queso. Tras muchos días de dudas finalmente me acerqué a él y le pregunté si había sido cantante alguna vez. Me miró. Tenía los ojos claros y el bigote ralo.                 Me recordó vagamente a Walt Disney. Sonrió bonachón.
         –¿Es tan importante eso? ¿Es importante que lo haya hecho antes?
     No esperaba esa respuesta. Trastabillé al contestar y le contesté que se lo preguntaba porque me había parecido familiar su rostro. Me pidió un cigarrillo y yo saqué otro. Me dijo que se llamaba Hilari. Nos fumamos el cigarro muy despacio, sin que nadie nos dijera nada en aquel andén de Fontana. El semáforo del túnel cambió tres o cuatro veces de color. Seguía Hilari contándome su historia.
      –Trabajé toda mi vida en una empresa textil. Teníamos las oficinas en la calle Alí Bey: yo empezé de botones y acabé como contable. Pero eso era antes. Lo importante es que ahora sí soy cantante, desde luego que lo soy. He cantado en sitios importantes. Usted también me resulta ligeramente familiar, le he visto otros días…
Todavía hablamos de algo más pero pronto la conversación fue decayendo, ya se mostraba tan dicharachero Hilari como al principio y su parloteo se tornó entrecortado. Insistía una y otra vez en hablarme de unas tierras que tenía cerca de Cervera que se había quedado su hermana, me las robó, mi padre dejó en el testamento que eran para repartir entre los hijos y también insisía en un dinero que le debía un tal Balañá, me engañó ese malnacido, con todo el dinero que tenía y me acabaron engañando los dos, el padre y el hijo. Llegado a este punto el viejo parecía haber perdido todo interés en lo que pudiera preguntarle: desistí. Lo volví a ver cerca de una casa de acogida que hay en la calle Asturias. Parecía más viejo y desaliñado; estuve tentado de acercarme y darle diez euros para que comiera pero me detuvo una absurda sensación de vergüenza.
     Hilari sería un ejemplo del loco afable, del que se ríen los niños y las personas de bien. No hace demasiado topé con el prototipo de lo contrario: el loco colérico y furioso, el clásico demente de la camisa de fuerza. Cruzaba la calle Lepanto en la esquina con Córcega. Sobre el paso de peatones un tipo grueso y mal vestido arrojaba grano a las palomas, primero con la mano, luego rompiendo el plástico espolvoreaba la bolsa entera sobre la calzada. Buena parte de las palomas que acudían al cebo eran atropelladas por los coches que giraban la esquina. Cuando lo ví había ya varias palomas muertas y alguna aleteaba con el ala aplastada en sangre contra el asfalto. 
    Un abuelo fue el primero en reprenderlo y el tipo se volvió, dejó las bolsas de grano y corrió hacia él hasta darle un empujón que le hizo caer en la acera. Era suficiente. Nos avalanzamos varias personas sobre él pero se sacudió de nosotros de una única brazada. El loco tenía una fuerza descomunal, la rabia lo inflamaba, parecía dotarlo de una energía sobrehumana. Yo caí al suelo y poco faltó para que me atropellara un coche. El tráfico estaba parado y los que le rodeaban, viendo nuestra suerte, estaban ahora a raya. El tipo seguía insultando, escupía y lanzaba patadas al aire. Sonaban los claxon y había gritos y carreras. El loco persiguió todavía a alguno de los que miraban desde la acera y le pegó un par de patadas. Nadie se atrevió con él hasta que llegó la policía. Llegaron dos coches y sólo entre cinco o seis agentes pudieron acabar de reducirlo.
    A menudo recuerdo a aquel loco furioso. Nos separa una fina hebra de la locura; al más cuerdo le queda una cuarta de razón para no caer al abismo, a todos nosotros: a Eddie, a Proudhomme y a mí. A todos nos espera la furia de ese viento helado, nos atizará y luego vendrá su resaca. Nos agrietará la cara hasta convertirla en piedra. 
   Nos aguardan pacientes en la esquina la locura y la nada, con su cuenco de hueso, cerca del fin, como un lienzo vacío de color sobre los eternos campos de hielo. 

                                                   Safaris inolvidables. Menoscuarto: Palencia, 2012

2 Comments

  1. Qué bonito, recuerdo mucho al tenor Ramón, en su andén de passeig de Gràcia, me fascinaba verle, le tenía admiración secreta. Descanse en paz

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  2. Muy bonito tu relato, saludos

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