Eloísa está debajo de un almendro

'Eloísa está debajo de un almendro' es una obra de teatro escrita por Jardiel Poncela, pero también es una película de Rafel Gil, rodada en 1943 y protagonizada por Amparo Rivelles (Amparito, me corregiría inmediatamente mi amigo Antonio Gómez Rufo) y Rafael Durán. Yo la vi cuando tenía siete años.

Entre 1984 y 1986, Fernando Méndez Leite dirigió para la televisión un programa semanal que se llamaba 'La noche del cine español'; y yo, gracias a la extrema tolerancia de mis padres a la hora de mandarnos a la cama, me lo tragué entero. La consecuencia fue que, antes de cumplir los diez, me había transformado en una especie extraña de minicinéfila, que sólo dominaba un tema, el cine patrio durante el franquismo, y repetía de memoria los diálogos de 'El clavo'. Tanto es así, que en tercero de EGB, cuando la profesora nos pidió que preparamos una exposición en voz alta y nos permitió elegir el tema, después de que mis compañeros se explayaran hablando de las pirámides de Egipto, los veranos en la playa y la desaparición de los dinosaurios, me tocó el turno y de pie, con la pizarra a mi espalda y la luz del patio entrando por las grandes ventanas a mi izquierda, yo me puse a hablar de Eloísa y Rafael Durán, con un fervor equivalente al de las fanáticas que acampan delante del hotel en el que se hospeda Justin Bieber.

El aula era grande, como el resto del colegio Jesús-María, y en la clase éramos cuarenta. La profesora se llamaba Marisa y, ese septiembre, nada más empezar el curso, había estado a punto de ahogarme en el Perelló.

Ese, el de la exposición, es uno de los recuerdos que guardo de mi infancia. Lo conservo con una extraordinaria nitidez. Sobre él, no albergo ninguna duda.

Por eso la otra noche, al enterarme a través de Twitter de la muerte de Amparo Rivelles y consultar con Vitu los años que la actriz había vivido, volví hacia atrás. En ese momento, la madrugada del jueves al viernes, no recordaba el nombre del programa de televisión y me costó dormirme por culpa de esa inquietud que nos provoca tener un nombre en la punta de la lengua y luchar contra la última resistencia de la memoria. A la mañana siguiente llamé a mi madre. Ella tampoco se acordaba y tenía prisa, así que colgamos pronto; ella, imagino, en la cocina enorme y blanca de mi casa en Valencia, rodeada de cosas pendientes y con hora límite; yo, sola en la salita de la calle Alameda, con la trompeta de Rava sonando en el ordenador y la luz todavía dorada de noviembre llegando a duras penas a mi piso interior.

Tenía que encontrar las pruebas.

Y lo conseguí con una exhaustiva investigación.

Resulta curioso tener que demostrarse a una misma lo que ha vivido. Por un instante redundantemente fugaz, llegué a dudar de que el programa hubiera existido y mi nostalgia se multiplicó. Me veía pequeña, una y otra vez, y comprendida por una familia que aceptó y estimuló con rapidez mi temprana pasión por el cine: mi tío Salva, que me llevaba al videoclub 2000 en la calle Guillen de Castro, donde Antonia, la dependienta, nos aconsejaba elegir las novedades, aunque nosotros siempre terminábamos alquilando los Drácula de Vincent Price o una película de dibujos japoneses que se llamaba 'Los doce meses' y que debí visualizar unas 1232 veces; mi tía, que cada miércoles me acompañaba a los cines del centro para ver lo que fuera; mis padres, que con respecto a este tema nunca me prohibieron nada...

El sol de Valencia no se parecía a este sol. Era distinto.

Recuerdo todos los nombres e Internet hace el resto y da con el programa: 'La noche del cine español'. Estoy segura de que su equipo sesudo, inmediatamente anterior al desembarco de Pilar Miró en RTVE, nunca imaginó que su espectadora más fiel era una cría de siete años, desde un salón con estufa, perdido en la Valencia más antigua.

Amparo Rivelles ha muerto.

Un verano, pocos años después de la emisión del ciclo, mi abuelo me regaló por mi santo un libro que recogía el palmarés de todas las ediciones de los Premios Oscar, anécdotas incluidas. Mi cinefilia ya había cruzado el charco y había cedido ante el glamour de Hollywood. Mi abuelo trajo el libro hasta la playa.

Me doy cuenta de que, aunque no entendía muchas cosas y ya crecía virulenta, dentro de mí, una tristeza endémica que todavía me acompaña, gracias al cine y a mi familia entonces fui muy feliz.

Sólo consiste en eso cada una de las victorias de este juego.

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