EL INMIGRANTE


Le habían advertido de que octubre era el mes más propicio para realizar la travesía. Sabía del riesgo que corría al atravesar los mares de Metacosmia, espacios ignotos que separan los distintos universos, espacios en los que, según aquel griego sonriente de los Escritos, habitan los Dioses, colmados de beatitud y sin preocuparse para nada de los hombres.
Aún así, lo tenía decidido, quería abandonar su huerto. Entendía que sólo comprendería si abandonaba la comodidad de su planta y la seguridad de las plantas vecinas. Estaba convencido de que el universo era mucho más que aquello, mucho más que el rectángulo surcado en el que había pasado toda su vida (desde mediados de  mayo hasta ahora cuando el otoño avanzaba tranquilo). 
No se despidió de nadie y salió por la cancela de atrás sin que nadie lo viera, en la hora más oscura de la noche, cuando todos duermen recogidos en el interior de las flores macho de las calabazas.
Él ha tenido la fortuna, la misma fortuna caprichosa que ha sido esquiva para con tantos otros semejantes que no lo consiguieron. Ha llegado. Apenas ya sólo le separa un trámite, el último. 
Al llegar, vigías dispuestos en las columnas rostrales que dan entrada al puerto, los observan. El agacha la cabeza, teme que le descubran y le señalen como diferente y le devuelvan por defectuoso. Ignora -porque acaba de llegar-, que los vigías no se preocupan de eso, de las diferencias, no aquí, en Patacosmia. Si se suben a lo alto de las columnas es para tener una mejor perspectiva de los hermosos mosaicos que siempre forman al desembarcar. En realidad son unos estetas. Y él con el tiempo se sentirá orgulloso de su origen y de su destino: único, irrenunciable e irrepetible.

In memoriam de los que no llegaron a la isla de Lampedusa

www.oscarmprieto.com

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