La noche que pasé con Leticia Bergé

evagreen

Llevaba tiempo pensando en cómo cerrar la trilogía de artículos sobre la adolescencia del poeta. Después de Mi primer bikini, lectura en contexto y Aproximaciones a mi primer poema no sabía por dónde seguir y aunque bien se podían haber quedado en dos, el tres, ya se sabe, es un número más cerrado, más redondo, más divino (en el sentido divino de la palabra). En una guerra entre trípticos y dípticos está claro quién ganaría. Estaba escribiendo esto cuando mi cerebro tuvo la lucidez de distanciarse y detenerme. Lo que seguía era una descripción pormenorizada de una posible guerra entre trípticos y dípticos. Salí a dar una vuelta para despejarme. Cogí el tranvía 17 en Vyton hasta Staromestska, luego crucé el puente hasta la ciudad vieja y me metí en la primera cervecería que encontré.

El bar estaba vacío, extraño para ser una cervecería checa. Sólo el camarero y una chica sentada en una mesa cerca de la ventana. Fuera se hacía de noche. Pedí una cerveza y me dispuse a beber y nada, el camarero ni siquiera bebía, no hacía nada y punto. La chica leía. Tenía el pelo cortado a lo francés, terminaba justo por encima de los hombros, y llevaba un jersey de cuello vuelto verde. Le faltaba una boina para haber sido un estereotipo francés. Tenía un aire a Eva Green en The Dreamers de Bertolucci, aquel rimbaudhomenaje bastante regulero a la Nouvelle Vague. De pronto reparé en que estaba leyendo un libro de Alianza. Después de contorsionarme desde mi posición comprobé que se trataba de la edición bilingüe de Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Leía sin levantar la vista, de vez en cuando tomaba notas en una pequeña agenda. Después de acabar mi primera pinta decidí acercarme.

Se llamaba Lola y acababa de llegar para pasar su año Erasmus en Praga. Estudiaba 4º de filología clásica. Me dejó invitarle a una cerveza y estuvimos hablando sobre las razones que llevan a un poeta a dejar de escribir antes de los veinte años. Me di cuenta de que en realidad son más los poetas que dejan de escribir antes de los veinte años y se dedican a trabajos más prosaicos y alimenticios que los que continúan escribiendo. A ese respecto, los actos de Rimbaud eran totalmente entendibles, los raros eran el resto de los poetas, los que continuaban escribiendo pasada la adolescencia. Lo normal era dedicar la adolescencia, ese periodo lleno de turbulencias, a la escritura del género cercano al alma, y luego dejarse de tonterías. Lo raro, claro, es que siendo adolescente Rimbaud fuese capaz de escribir los versos que escribió. Esta es la paradoja: la poesía probablemente sólo tenga sentido escribirla de adolescente pero para aprenderla quizá haya que practicarla toda la vida. Lo que el poeta joven tiene le falta al viejo, lo que al viejo le sobra le falta al joven. Hay casos extraños, hay Rimbaud.

Me acordé entonces de Nika Turbiná, Lola no la conocía así que le conté lo que sabía. Para entonces ya estábamos terminando nuestra segunda pinta. Nika Turbiná fue una niña-poeta, yo la conocía por el blog Animales en bruto, donde la poeta argentina Natalia Litvinova hacía traducciones de autores rusos. Nika era ucraniana, nació en 1974 y a los diez años ya había publicado su primer libro de poemas, Primer borrador. Se convirtió en todo un éxito en aquella vieja Unión Soviética, la clase de éxito que provocan los niños-nikaturbinagenio. Casi una revolución. Escribía poemas tristes, desgarrados, poemas que no correspondían a alguien de su edad. Leer sus poemas provocaba cierta desesperanza y decir desesperanza en lo que escribe una niña de diez años es un puñetazo en la boca del estómago. Aventuré que quizá no los escribía ella. Lola se sonrío. Andábamos algo borrachos ya. Nika, como toda buena protagonista, como era de esperar, murió a los 28 años. En las notas que he leído dicen que murió al caerse de un balcón, fue un accidente. Claro que era la segunda vez que se caía de un balcón. Casualidades.

El cigarro se me caía de las manos. Suele pasarme cuando estoy algo borracho. El camarero nos puso delante la cuarta pinta mientras Lola me comenzó a contar la historia de Leticia Bergé. A mí me sonaba aquel nombre, debía haberlo frecuentado en algún momento de mi vida. Lola pronto me lo recordó. Era la niña-poeta española que publicó sus libros cuando yo empezaba a escribir. Entre los 12 y los 16 años había publicado cuatro libros: Poemas de la época alegre, La rabia de los árboles, Eres morada y Dame tu llave. Luego no volvió a publicar. Ahora tendría 22 años. Nadie sabe nada de ella. Lola me contó que era todo un invento. Había una carta recorriendo la web firmada por Luis Alberto de Cuenca, Juan Manuel de Prada, Pere Gimferrer y Caballero Bonald, los cuatro afamados autores que firmaron los prólogos de los cuatro libros de Bergé en la que confesaban que aquellos libros los escribieron ellos, que la idea surgió de una comilona en Logroño y que cada uno escribió uno de los libros. Era un juego, un entretenimiento poético de cuatro viejos que se aburrían. A Lola parecía divertirle. A mí, sin embargo, me parecía estúpido y algo pretencioso. Las cervezas se nos habían acabado.

Me levanté a pagar y a tumbos llegué hasta la barra, el camarero seguía con su aparente quehacer de nada y nada. Ni siquiera se entretenía en pasar un paño por la barra. Le pagué, al girarme, Lola había desaparecido. Salí a la calle corriendo pero la calle estaba vacía. Volví a entrar. En la mesa quedaba la antología de Rimbaud. La recogí. En los baños no había nadie. Salí a la calle de nuevo esta vez convencido de que se había ido. Regresé a casa caminando. Al cruzar el Puente de Carlos las estatuas, a media luz, parecían cobrar vida. Fue entonces cuando recordé aquel poema de Leticia Bergé, A la noche:

A la noche los acomplejados salen.
A la noche los marginado
buscan callejuelas oscuras.
Es en la noche cuando el mendigo
anda con la cabeza muy alta
y las ratas callejeras
asoman a la avenida muerta.
A la noche los asesinos, las sombras muertas.
A la noche los gatos, las alarmas,
una fila de farolas interrumpidas
por una rota.
A la noche, a la noche
que cuelga de una luna desatorillada.

La luna colgaba, efectivamente, desatornillada. Era un hermoso poema. Pero no era de ella, sería de alguno de esos viejos y engominados poetas, capaces de entretener sus horas en crear poemas que sonasen a preadolescente pero que fuesen lo suficientemente buenos como para llamar la atención. Pero no, pensé, para mí era de Leticia Bergé, ella existía, aunque ya no escribiese, como Rimbaud, aunque lo suyo fuese algo fugaz como Nika Turbina. Ahora sería otra, ya no escribiría, sería una estudiante universitaria preocupada por cosas más importantes. En esos pensamientos iba cuando llegué a casa. Subí hasta mi cuarto. Encendí el ordenador y terminé de escribir este artículo.

bridge

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