Los invisibles


Salgo a la calle con la esperanza de que alguien me conozca. Pero no, nadie recuerda mi cara ni mi nombre porque no los han visto nunca. Puedo pasear con desesperación por esta ciudad infinita durante semanas enteras. Puedo gritar y desnudarme: no importa porque los oídos y los ojos de todos se cierran al tiempo que paso. Soy invisible, aquello que tanto había deseado el hombre. Yo también lo había deseado. Ser invisible solo para repetir lo mismo que los demás, pero sin que me vieran. Que nadie se diera cuenta de que estaba… la idea era suficiente para que me retorciera de placer. Y sin embargo ahora daría cualquier cosa porque los ojos de un solo ser humano dejasen de resbalar sobre mi piel. Amargas ambiciones que se vuelven contra quienes las engendran. ¡No soy invisible, maldita sea! ¿Es que nadie me oye? ¿Es que nadie siente las patadas que le doy?

Si no fuera invisible, podría hablar con alguien. Podría ir con alguien a algún sitio. Podríamos mirarnos sin prisa, sin asco; olvidarnos de que cada segundo ya no se recupera. Pero no sé. Tampoco quiero desear otra vez equivocadamente. Si de pronto fuese célebre, si todos quisieran mirarme y fotografiarse conmigo, es probable que la invisibilidad se convirtiera de nuevo en un estado místico, de una levedad sublime. No querría ni salir de casa, cerraría las persianas por temor a que violaran mi intimidad, la cual me resulta muy valiosa precisamente por su carencia de interés.

El invisible vive tranquilo, carece de obligaciones, mira la luna más veces que el teléfono. Tenemos numerosas ventajas, que por supuesto no sabemos apreciar. Somos tan infelices como el resto, pero es probable que no más. No aspiramos a la felicidad y eso es una gran suerte. Nos deslizamos en silencio por las calles, con los ojos tristes y curiosos, sin saber lo que buscamos. Somos artistas en perder el tiempo. Nos quedamos embobados mirando una fuente, la hoja de un árbol, el corazón pintado con tiza en una pared sucia.

Al ser invisibles, podemos hacer más o menos lo que nos apetezca sin dar explicaciones. Como no hablamos apenas decimos mentiras. Bueno, miento. Nos engañamos a nosotros mismos, igual que todo el mundo. Esas falsedades son las más elaboradas, aquellas que podrían alumbrar una saga de novelas. Pero no nos atrevemos a ponerlas en palabras; sería demasiado doloroso y no lo resistiríamos. Los invisibles somos seres frágiles. Por fortuna nadie nos da puñetazos porque no nos ven. Sería terrible si de pronto nos vieran, así sin avisar. No podríamos defendernos de las agresiones físicas ni de las verbales, por falta de práctica. No nos saldría más que humo de la boca y nuestros brazos se quebrarían al primer golpe. Menos mal que no nos ven. Les damos pena y así nos dejan en paz.

Nuestra invisibilidad es una táctica de supervivencia. Es probable que, si se da un ataque nuclear en cadena, los únicos que lo superen sean (seamos) los invisibles, junto con las cucarachas. De la Humanidad solo quedaría un puñado de hombres y mujeres que no saben qué dirección tomar, qué pretenden hacer con su vida ni dónde está la tienda para reemplazar la bombilla que se les ha roto.

¿Saben qué les digo? Estoy muy contento de que no me vea ni Dios.       

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