Vila-Matas y el verano de las polillas



Enrique Vila-Matas estará en el Fórum de Fnac Castellana este jueves 20 de junio a las 19:00 horas. Le acompañará el Premio Nacional de Narrativa Marcos Giralt Torrente

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Me siento como en una película de Paul Thomas Anderson: en “Magnolia” llueven ranas y en este Madrid de mediados de junio nos invaden las polillas; polillas oscuras y se supone que africanas, un tanto perdidas en su viaje a Escandinavia, donde las polillas nórdicas deben estar preocupadísimas por la tardanza de sus parientes del sur. Ellas no lo saben, pero las estamos aniquilando a todas; error gravísimo de la que programó la ruta, elegir como lugar de paso los patios de luces del centro de la ciudad. No hay nada más peligroso para una polilla de 4’5 centímetros que mi vecina octogenaria, en lucha a las doce de la noche, armada con una escoba y mucha mala leche; o Raquel, que haciéndome un favor impagable se encerró en mi salita y no salió hasta haber echado por la ventana a las tres polillas que anidaban en mi anticuado y polvoriento plafón. Sus sombras, revoloteando alrededor de la luz, torpes y temblorosas, tenían algo de “polilla de Platón” el aire monstruoso de la polilla perfecta; la polilla ideal, ciega, dispuesta a estamparse con ímpetu kamikaze contra los ojos abiertos de par en par, asustados, de quien la mira.

Aunque en realidad, ellas son las víctimas.

Algunas son tan grandes que parece que respiran y un costillar endeble, de mamífero prematuro y escuálido, se dibuja bajo sus alas de textura peluda. Algunas son tan grandes y se obstinan tanto en permanecer en nuestro territorio, que llego a preguntarme si no las habrá producido un sueño especialmente siniestro de mi razón, últimamente bastante alterada, completamente perdida.

Atravesamos el verano de las polillas.

Escribo en el sofá inmersa en un retiro voluntario, que me aleja de las fiestas y las elecciones equivocadas; de las acciones a destiempo y el peligro de los correos electrónicos. La tarde se cuela por la ventana y las polillas se adhieren como garrapatas a la cortina.

Leo a Vila-Matas ante su inminente advenimiento. “El mal de Montano” me cuesta al principio, hasta que llego al encuentro entre el protagonista y Charles Baudelaire muerto, y comprendo que la sobredosis de metaliteratura en la novela es una trampa; un intento de dejar de tomarse en serio por exceso. Eso me gusta, porque creo que los escritores vivos se están rebelando demasiado fuera de los márgenes de sus libros, están adquiriendo un peso innecesario, de fin en sí mismos, que no merecen.

Tal vez todos los libros deberían ser anónimos y los escritores deberían ser perseguidos como las polillas negras.

Tal vez deberían recibir el tratamiento de los insectos.

¿Quién querría entonces ser escritor? Sólo quien no pudiera evitarlo.

No existen cucarachas impostoras, ni falsas ratas… motivo suficiente para despojar a la literatura que se “hace” hoy de esos efectos secundarios que se confunden a menudo con la verdadera utilidad de la ficción.

El zumbido desagradable de la polilla me obliga a levantar la vista del portátil. La distingo recorriendo insegura la pantalla iluminada de la televisión sin voz, frotando sus patitas enclenques sobre la imagen de un grupo de periodistas del corazón.

Off.

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