El plantador de tabaco, de John Barth


Dentro de unos días la editorial Sexto Piso pondrá a la venta una nueva edición (cubierta de abajo) de esta novela. Edición ya necesaria, que recupera la magistral traducción de Eduardo Lago: necesaria porque el libro estaba agotadísimo y descatalogado (yo me hice con un ejemplar baratísimo) y porque el volumen que publicó Cátedra (cubierta de arriba) presentaba varios inconvenientes para el lector (edición de bolsillo, letra un poco pequeña y unas 1.235 páginas que dificultan mucho el manejo del mamotreto).

Aunque conocía la existencia de esta novela, porque me topaba con ella en la Biblioteca Pública de Zamora cada vez que intentaba buscar El camino del tabaco (de Erskine Caldwell), nunca había sentido interés por ella… hasta que leí la recomendación de José Luis Amores. Es comprensible el entusiasmo de José Luis ante este libro porque está repleto de cualidades que lo han convertido en un título de culto: la prosa es exquisita; John Barth devuelve su esplendor a un género que parecía ya agotado en su momento; al mismo tiempo, la parodia del género logra arrancarnos unas cuantas carcajadas durante la lectura; y, además, se trata de una especie de versión postmoderna de Don Quijote, es decir, una obra cumbre protagonizada por un mentecato alucinado en cuyas desventuras se van intercalando historias secundarias, manuscritos encontrados, cartas y poemas.

Aunque por El plantador de tabaco deambulan un montón de personajes, el más interesante es el protagonista, Ebenezer Cooke, un zoquete, un aprendiz de poeta, un tipo que siempre se equivoca y suele tomar la decisión incorrecta, un tonto con trazas de loser. Curiosamente, es tanto el poder y la fuerza del lenguaje en esta novela que lo que menos me ha interesado es el argumento. De hecho, he tardado varios meses en leerla, cogiéndola de vez en cuando para recrearme en algunas páginas y en cómo el autor parodia el género de aventuras. Lo de menos es la sinopsis. Además de esa narración poderosa y plagada de humor y de juegos de palabras y de equívocos, me gustaría apuntar el desfile inolvidable de personajes que aquí comparecen: putas, indios, piratas, terratenientes, poetas, criados, marineros, borrachos, colonos… Uno de los capítulos más jocosos (atención a los títulos, a la manera cervantina, como “La conversación que tuvo lugar entre Ebenezer y la puta Joan Toast, incluyendo el cuento de la gran sanguijuela macho”) nos cuenta el momento en que una tripulación de piratas asalta un barco de fulanas que proviene de Londres, y del que abajo he copiado dos fragmentos.
 
Para analizar en su totalidad esta novela necesitaría el tiempo que me falta: de hecho, la introducción explicativa abarca unas 80 páginas. Quedaos con esta idea: es un libro para disfrutar de su prosa y un homenaje preciso al arte de contar. También os digo que las últimas 200 páginas me fatigaron, quizá porque estaba un poco cansado de los juegos y de las historias secundarias. Unos extractos:

–Mi querido amigo –dijo Burlingame–, henos aquí que sentados encima de una roca que navega a ciegas por el espacio todos nos dirigimos presurosos de cabeza a la tumba. ¿Crees por ventura que a los gusanos les va a importar cuando dentro de poco les sirvas de banquete si dejaste pasar tu momento encerrado en tu habitación, al abrigo de regañinas, o si te dedicaste a saquear las áureas ciudades de Moctezuma? Mira, ya casi se ha pasado el día, el tiempo es una veloz carrera que jamás se detiene. Hace que nos metamos la comida en los intestinos lo que se tarda en contar un cuento, y ya se quejan pidiendo más. Somos hombres que caminan hacia la muerte, Ebenezer: ¡a fe mía que sólo hay tiempo para adoptar resoluciones audaces!

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-Poeta soy –respondió Ebenezer, ruborizándose– y puede que no de baja estofa; pero no he ganado por ello un penique ni lo haré jamás. La musa ama a quien la corteja por lo que ella es, sin más, y desdeña al hombre que la quiere utilizar en beneficio de su bolsa.

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-Bien se puede amar la casa que se posee sin que sea menester encaramarse al tejado –observó Ebenezer–. De la misma manera, no se es menos poeta por no ir declamando versos por las fondas y tabernas ni por no dar a la imprenta a las criaturas de la imaginación para que las vendan en el puente de Londres como si fueran castañas.

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A Ebenezer le temblaban las rodillas.
-¡Pobres desdichadas! ¡Pobres desdichadas!
-¿Eso? –se burló Carl–. ¡Eso no es más que una malhadada reunioncilla de feligreses, eso es lo que es! Tendrías que haberte embarcado con el bueno de Tom Tew, de Newport, como hice yo. El último año, una vez que hacíamos la travesía entre Libertaria y la costa de Arabia, hallándonos en el Mar Rojo le dimos alcance a uno de los barcos del Gran Mongol, lleno de peregrinos que se dirigían a La Meca, tenía cien cañones pero lo abordamos sin perder a un solo hombre, ¿y qué te crees que nos encontramos? ¡Mil seiscientas vírgenes, señor mío! ¡Ni un virgo más ni un virgo menos! Mil seiscientas vírgenes que iban a La Meca, las moritas más lindas que hayas visto en tu vida. ¡Y nosotros no pasábamos de cien! Nos llevó un día y una noche desvirgarlas a todas –entre nosotros había franceses, holandeses, portugueses, africanos e ingleses– y antes de terminar la cubierta parecía un tajo de carnicero. ¡No ha habido nada semejante a ese día y a esa noche en la historia de la lascivia universal, voto a tal! Yo me calafateé a un par, pese a que andaba frisando los sesenta: dos gemelas morenitas, tensas como una vuelta de braza. ¡Desde entonces no se me empina el pasador!

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Además, la escena que estaba teniendo lugar en cubierta era demasiado llamativa como para distraer la atención: los piratas sacaban a sus víctimas a rastras, de una en una o de dos en dos, a punta de pistola o por la fuerza bruta. Vio a las mujeres ser violadas en las cubiertas, en las escalerillas, en todas partes, de todos los modos concebibles. No se salvó ni una y sobre las presas más atractivas caían las garras de uno, dos y hasta tres hombres a la vez, Boabdil apareció con una encima de cada hombro; pataleaban y le arañaban en vano. Cuando le ofreció una al capitán Pound, la otra logró escabullirse e intentó librarse de su monstruoso destino trepando por los flechastes de mesana. 


[Ediciones Cátedra. Traducción de Eduardo Lago. Edición de Enrique García Díez y Javier Coy] 


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