De óxido y hueso, de Craig Davidson


Una de las películas que más me impactaron el año pasado fue, sin duda, De óxido y hueso, en la que sin embargo al final pesaba la acumulación de desgracias. Su director, Jacques Audiard, se había inspirado vagamente en el libro de relatos del canadiense Craig Davidson. Y digo vagamente porque sólo toma tres o cuatro elementos de dos de los ocho relatos reunidos en este volumen: el boxeador metido en peleas ilegales y el personaje (un hombre, en el libro; una mujer, en la película) del amaestrador de orcas que pierde una pierna durante uno de los números.

De óxido y hueso, el libro, es otra cosa (e insisto: me gustó mucho la peli). No hay apenas historias de amor, no hay finales más o menos felices. Se trata de una obra que sigue la estela marcada por autores como Larry Brown o Chuck Palahniuk. A Davidson le interesan las criaturas jodidas, imperfectas, a las que les sucede algo duro de soportar (un accidente, una mala pelea, etc) y sus vidas dan un giro radical. Son relatos brutales, un poco sórdidos, que a veces incluso dejan nudos en el estómago. Véase, por ejemplo, el titulado “Un mal servicio”, que se centra en las peleas ilegales de perros, y describe con crudeza y numerosos detalles las heridas de los canes, los mordiscos que se propinan, los desgarros de la carne, las cojeras… Os juro que al lector lo deja molido.

A Craig Davidson parecen fascinarle las mutilaciones, las fracturas óseas, la farmacopea y sus efectos, las cicatrices físicas y morales, las vidas de los hijos sometidos a un padre alcohólico… En el texto que da título a la compilación, “De óxido y hueso”, un boxeador veterano debe pelear por un dinero que nunca será para él y debe hacerlo tras haberse roto casi todos los huesos de las manos (no desvelo cómo se los rompe por si no habéis visto la película). 

En “El cohete” se nos cuenta la historia de ese domador de orcas al que una de ellas arranca la pierna, metiéndolo desde entonces en una vida de dolor y de personas mutiladas. Leamos un extracto:

El Lion’s Club es un local con el techo bajo y el suelo de parqué combado. Un semicírculo de sillas plegables rodea un atril de contrachapado barato. Una mesa plegable sostiene cuencos de patatas fritas, un plato de macarrones, una cafetera de metal llena de café. Por todas partes se escucha el murmullo de las sillas de ruedas eléctricas y el zumbido de los servomotores, el chirrido de las bisagras sin engrasar, el clonc de piernas falsas chocando contra mesas y sillas. Miro completamente horrorizado a las criaturas sin dedos, sin manos, sin brazos, sin piernas, que se arrastran por allí. Los que no se resignan a la silla de ruedas llevan miembros ortopédicos sujetos a las partes truncadas de su anatomía y doblados en ángulos perpetuos. Otros muestran sus muñones con una especie de estoicismo oprimido, orgullo estridente o cansada indiferencia. Algunos tienen los ojos hundidos y rodeados de manchas, como una fruta tropical que se estropea y cae. La mayoría me parecen desesperadamente privados de su sexualidad; con algunas excepciones destacables, no consigo distinguir a hombres de mujeres. Esta revelación me provoca un temor vago.

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No es menos duro “Por caminos insomnes”, en el que una mujer va perdiendo la movilidad ante los ojos de su marido, un recuperador de artículos no pagados al que, en su trabajo, le ha ocurrido de todo: agresiones, mordeduras de perro, puñaladas… Un extracto:

Nell no paraba de entrar y salir del hospital en aquella época. El diagnóstico inicial fue parásitos en el cerebro; se estaban comiendo la capa que recubre el cerebro y esta se alejaba del interior de su cráneo, provocando ataques. Graham sufría unas pesadillas terribles: se encontraba dentro de la cabeza de Nell, encogido hasta reducirse a un tamaño microscópico en la superficie de un cerebro que millones de parásitos, criaturas de ocho patas parecidas a una garrapata con bocas como agujas, se habían comido hasta dejarlo del tamaño del cerebro de un chimpancé, y Graham no podía hacer nada para detenerlos. Aunque aquel era mejor que el sueño en el que él era un parásito que se daba un festín con el cerebro gelatinoso de su mujer. 
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En “Fricción” nos encontramos con un adicto al sexo, que recuerda levemente al de Asfixia:

La relación de un adicto al sexo es con el sexo, no con la gente. Para los adictos, resulta crucial descomponer el objeto de deseo en sus elementos básicos: tetas, culos, labios, caderas, pollas, coños. El proceso de deshumanización es un imperativo moral.

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En “La vida de la carne” hay un entrenador que vive en Thailandia, y entrena a jóvenes norteamericanos para que peleen contra chavales duros de la calle:

El chico es duro. Pero Bua vive duro. El chico lucha para recordar que respira. Bua piensa en resistir, en sobrevivir. No han crecido igual: uno nunca ha pasado hambre, nunca ha visto a un hombre morir o luchar por su vida. Todo eso importa en el cuadrilátero.

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Los otros dos relatos son “El tirador”, sobre la relación entre un padre alcohólico y un hijo que domina el baloncesto, y “Manual del aprendiz del mago moderno”, que, aun siendo un buen cuento, no parece estar en sintonía con la dureza del resto de textos. Ah, y traduce la gran Zulema Couso, una de las traductoras de Edward Bunker. En suma: una recomendación absoluta.


[El Aleph Editores. Traducción de Zulema Couso]

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