Juicio a un escritor

 
El blog ha superado las 50 000 páginas vistas. Estoy muy contento de que haya ido ganando visibilidad gracias a la paciencia y el interés de todos vosotros. Muchas gracias por leerme, por comentarme, por darme ideas y enseñarme mis equivocaciones. En las últimas semanas he frenado algo el ritmo de actualización, pero todavía me quedan muchas historias por contaros. Hoy publico Juicio a un escritor, el relato que da título y cierra mi libro de cuentos. Os recuerdo que podéis adquirirlo en formato ePUB y PDF por menos de un euro en la editorial digital Peopleebooks. Espero que os guste y que sigamos en contacto a través del blog. ¡Un abrazo a todos y gracias de nuevo!


Juicio a un escritor

Reconozco que, pese a haber tenido alguna pesadilla con ello, no esperaba que mi libro (y yo con él) acabásemos en el juzgado. Cuando comencé a escribirlo solo me preocupaba cumplir los plazos y dejar satisfecho al cliente. Me había pedido una trama sencilla: una mujer de treinta años, casada desde hace dos con un empresario de cincuenta, le es infiel con un joven que aún va al instituto. El marido los asesina a ambos de manera perfecta y precisa, por ejemplo atropellándolos con una excavadora, sin que jamás la policía averigüe su responsabilidad en el crimen. El empresario viaja después a las Bahamas para disfrutar de unas vacaciones y prosigue su vida sin el menor remordimiento y con un alivio inconfesable.
Desconozco si mi cliente, de unos cincuenta años de edad, pretendía cumplir en la ficción lo que resultaba impracticable en la realidad. Me exigió, en cualquier caso, que la novela estuviera terminada dos semanas más tarde, cuando regresaría de “un viaje de negocios”, prometiéndome cien mil euros si el resultado le convencía. Desde que abrí mi editorial “Su libro a la carta” nunca había recibido a alguien tan generoso. Lo habitual era que regateáramos el precio como en un mercadillo árabe y que al final la cuantía rondara los mil euros, en función sobre todo del número de páginas a redactar.

Las reglas son simples: firmamos un contrato que establece las líneas maestras del libro que el consumidor pretende que le escriba. También fijamos un plazo de entrega, el precio y la forma de pago. Yo me comprometo a lograr un cierto grado de verosimilitud y una redacción, si no literaria, al menos correcta. Si el cliente no queda conforme le ofrezco la devolución del dinero, en caso de que existan motivos fundamentados para su insatisfacción.

En varios meses no recibí ninguna queja. Todos los compradores habían abrazado y pagado mis productos, que en realidad les pertenecían y que no tenía el menor interés en conservar. Con este cliente, sin embargo, me acechan los problemas. Vestía una corbata gris, camisa blanca y chaqueta oscura (en todas las sesiones judiciales ha llevado ese mismo traje, como si quisiera retrotraerme al momento de la firma del contrato). Durante la negociación solo había incidido con ligero acento italiano en que el asesino (aunque él lo llamaba justiciero) quedara impune, y en la prontitud con que deseaba recibir el único ejemplar, justo a la vuelta de su viaje. Incluso me ofreció correr con los gastos de encuadernación. Me negué porque cien mil euros son muchos euros y no venía de unos pocos. La innecesaria pregunta que le formulé cuando ya todas las demás condiciones se habían concretado puede ser ahora mi perdición:

–¿Desea usted que los amantes mueran de algún modo particular?

Apartó la vista y respondió con tono indiferente, sin mirarme a la cara y encogiéndose de hombros:

– Que el justiciero los atropelle con una excavadora.

Su respuesta me sorprendió, pero interpreté que lo decía a modo de ejemplo. No insistió en absoluto; bien podían morir como consecuencia de un pistoletazo, de una puñalada o quizá al ser empujados por un enmascarado invisible en lo alto de la terraza donde se besaban con pasión. Incluí lo de la excavadora como mera curiosidad, pensando que ya lo solucionaría más adelante. Me apresuré a imprimir el papel con todos los datos y premisas. Lo leyó despacio, asintió y estampó su firma, que en nada recordaba a su nombre (Patricio Lamoretti). Me sonrió y me estrechó la mano casi sin fuerzas, como si deseara que sus dedos se escabulleran entre los míos. En cuanto se retiró cerré la oficina y corrí hasta mi domicilio, pues debía escribir doscientas páginas en quince días.
Me puse a ello con el entusiasmo que da saber que tu trabajo se va a traducir en cien mil euros. Inventé situaciones que exacerbaran la culpa de la mujer y la estupidez de su amante; describí escenarios que evidenciaran la honradez del marido y sus virtudes. Más que escritor, me sentía como un abogado que defendía al criminal por todos los medios. Cumplí con lo que se me había encargado, pero me resultaba difícil respetar el criterio de verosimilitud con un atropello excavadora mediante. Se trataba de una forma escandalosa y descerebrada de culminar una venganza tan razonable. ¿Cómo iba a escapar el asesino de la justicia, si los rastros eran tan ostentosos?

Llamé en repetidas ocasiones al número que Patricio Lamoretti me había dejado a regañadientes antes de marcharse. Quería explicarle que ese detalle perjudicaba la credibilidad de la historia. Quería preguntarle, en suma, si el atropello era un ingrediente imprescindible de la novela o si, como me había parecido, podía reemplazarse por una alternativa más sutil y elegante.

Nunca me contestó ni volví a oír su voz fuera de los juzgados. Tomé la decisión, que entonces no se me antojó demasiado arriesgada, de matar a la pareja de otro modo. Convertí al marido en un aficionado a las armas de fuego, le hice acariciar en un par de escenas un fusil de francotirador y finalmente le obligué a disparar dos veces, sendos aciertos en las cabezas de los amantes. Una vez resuelta esa complicación concluí la novela en poco tiempo. En cuanto al título, opté por “Cuando morir es lo justo”, que consideré apropiado a los sentimientos de simpatía o empatía que había atribuido a mi cliente con respecto al asesino.

Le entregué el libro a Lamoretti en la fecha prevista, encuadernado en piel. Advertí un curioso empeoramiento de su aspecto físico, como si en vez de cincuenta años aparentase cerca de sesenta. Su pelo corto parecía más gris y su expresión más arrugada. Agarró el volumen con impaciencia y se despidió enseguida.
Es muy fácil expresar un mal presentimiento después de que se haya cumplido, pero no miento al afirmar que me olí impuntualidades en el pago. Quizá al comprador se le había hundido un negocio y ya no creía que una novela personalizada valiera cien mil euros. Nunca imaginé, de todas formas, que en la teórica mañana del ingreso recibiría la comunicación de una denuncia por fraude. ¡Qué sinsentido! Lo único reprobable en mi texto es la justificación –o incluso el aplauso encubierto– de un crimen pasional. Pero el libro no pretende hacerse un hueco en las grandes editoriales ni ser leído por miles de personas a las que podría malear. Se trata de un pedido. Yo me limité a seguir las instrucciones del cliente, con el anecdótico desliz de cambiar una excavadora por un fusil de francotirador en beneficio de la verosimilitud de la trama.

No sé lo que decidirá el juez mañana. No solo me arriesgo a perder los cien mil euros; Lamoretti pretende recibir una cuantiosa compensación. Además, el caso ya ha sido engullido por las apisonadoras mediáticas y temo que el desprestigio me obligue a cerrar el negocio, incluso si la sentencia me favorece. ¿Cómo voy a sobrevivir entonces? ¿Tendré que volver a las penosas situaciones de mi juventud y arrastrarme por innumerables editoriales suplicando que lean mis textos?

He renunciado por completo a crear. No soy un escritor, sino un obrero que construye con letras los edificios de ficción de un arquitecto que le paga. ¿Qué mal existe en ello? ¿Tan importante es sustituir una excavadora por un fusil de francotirador? ¿Acaso no es la muerte igual de irreversible? ¿Acaso no son inofensivos los asesinatos de mis historias…?
 

1 Comment

  1. Hola!, no se si ya te habia escrito, pero si ya habia leido una vez el cuento, de por si, muy bueno.
    Me alegro mucho verme como un personaje del cuento, y que la mera casualidad haya hecho que mi nombre se encuentre ahi.
    Bueno, te dejo un abrazo, un saludo!
    Patricio

    Reply

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