Telegraph Avenue, de Michael Chabon


Escribiré una reseña sobre este libro para El Cuaderno, que ahora ya no es semanal sino mensual. Así que, aquí, os dejo con tres fragmentos y algunas pinceladas de lo que podéis encontrar en este nuevo trabajo del reputado Michael Chabon (mi novela favorita de él sigue siendo Chicos prodigiosos): una historia contemporánea sobre lo que significa el cambio en nuestras vidas, la aceptación de la madurez y de las responsabilidades, el papel de un hombre cuando tiene a un hijo y su propio padre aún vive, los conflictos familiares y generacionales, el hecho de asumir que la vida siempre trae cambios (descendientes que eligen opciones que no esperabas, viejas tiendas de vinilos que se ven amenazadas por la apertura de grandes almacenes y el paso feroz de las nuevas tecnologías)… Lo que más me ha entusiasmado es que, junto a toda esa baraja de personajes que pululan por el libro (criminales retirados, actores de cine de serie B, padres y madres, músicos veteranos y músicos primerizos…), hay un homenaje constante al cine, a la literatura, al cómic y a la música. Y por ello no faltan las alusiones a Bruce Lee, a Quentin Tarantino, a la blaixploitation, a las películas de artes marciales, a Stanley Kubrik, a Miles Davies…

Nunca se llegaba al final de ser padre, daba igual dónde aposentaras la mente o cuántos pasos de la serie siguieras. Ni siquiera si te morías. Daba igual que estuvieras vivo o muerto o a miles de kilómetros de distancia: siempre se te iba a exigir un trabajo que no era ni un procedimiento ni una serie de pasos, sino algo que exigía tu atención plena y constante sin pedirte necesariamente que hicieras, ejecutaras o dijeras nada de nada.

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Mientras examinaba el estuche del DVD, la postura se le ensanchó y la espalda se le puso recta. La rabia avistó tierra y viajó hacia el interior. Se estaba alimentando de sí misma, le dio la impresión a Titus, que era alguien instruido en los repertorios de la rabia. A continuación revolvió entre los demás estuches de DVD que había desperdigados por toda la mesa. Tarantino tenía razón: Night Man era lo mejor de la filmografía de Stallings, una película de atraco a un banco, con policías y ladrones, no demasiado cutre, con partitura de Charles Stepney y fotografía de Richard Kline, que también había hecho la fotografía de Soylent Green y alguna que otra película chula de la época, como por ejemplo una de la serie de El planeta de los simios. Barata, dura y desigual, dejó clara y proclamó para siempre la verdad del estado de gracia física de Luther Stallings en 1975, la belleza de sus anchas aletas nasales, la forma granujienta en que sonreía, la arquitectura fatal de sus manos.

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Por lo que Archy sabía, Valletta llevaba enamorada de su padre de forma intermitente, en la droga y en la sobriedad, en la grandeza y en la ruina, desde aquel lunes por la mañana de 1973 en que él había llegado por primera vez al plató de rodaje de Strutter. Había que admitir que treinta años de amor intermitente constituían toda una gesta heroica. Ni siquiera Dios había conseguido conservar el amor de Israel en el desierto sin que de vez en cuando los israelíes se fundieran las joyas para hacer un ternero.


[Traducción de Javier Calvo]

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