El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila


-Encierra a un hombre cualquiera en una jaula, dice el Pequeño.
Dale una manta, un almohadón de pluma, un espejo y una fotografía de aquellos que ama. Encuentra una forma de alimentarlo y después olvídalo durante varios años. Bajo esas condiciones, el resultado será, en la mayoría de los casos, un hombre acobardado, reducido a la culpa, adaptado a la forma de una jaula.
Excepcionalmente, continúa diciendo, el sujeto elegido morirá devorado por la atrofia de sus órganos fundamentales, enloquecerá mirándose al espejo o sufrirá una dolencia terminal a la que, de cualquier manera, estaba condenado.
Por otra parte, en aquellos sujetos con querencia por la rebeldía, incapaces de ignorar la llamada de su espíritu crítico, el cautiverio prolongado es imposible: encierra al insurrecto en una jaula durante varios años y escapará de ella, se suicidará con cuidado detalle valiéndose de los objetos a su disposición o morirá al despiezar su cuerpo para pasarlo a través de los barrotes. El auténtico problema, sin embargo, es la naturaleza fértil de estos insumisos, instalada en lo íntimo de la conciencia humana: cuando uno muere, dos ocupan su lugar.

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