No hay nada que curar


La plaza de Santa Ana desde la habitación del hotel

Lunes.

No hemos dormido. Hemos pasado la madrugada viendo los Oscars en el Room Mate Alicia. A veces la poca premeditación funciona y este ha sido el caso, porque, al hacerlo a última hora, conseguimos una habitación estupenda, con vistas a la plaza de Santa Ana, por un precio bastante asequible.

Cuando la gala termina a las seis, perturbados por la victoria inesperada de Ang Lee, que nos ha arrebatado la porra de más de 700€ en la que participábamos, nos ponemos el despertador a las diez y tratamos de conciliar el sueño, pero ya clarea el día y, con todo lo que tengo en la cabeza, no consigo descansar. Mi última semana empieza pocas horas después, en la cafetería del hotel donde desayuno café, zumo, pavo, queso blanco, tortilla de patata con cebolla y un par de panecillos integrales, mientras Borja me observa un tanto sorprendido ante mi hambre voraz.

Cuando estoy nerviosa como más.

No dejo de pensar si habré tomado la decisión correcta, pero sé que

a) ha llegado el momento de terminar la novela y

b) tengo que irme de Madrid.

Con las gafas de sol, como dos personajes un tanto inadaptados de "The Walking Dead", recorremos la calle Huertas en medio de un ajetreo de día laborable en el que no terminamos de encajar.

Y eso me gusta.

Hace frío, un sol blando, carente de fuerza ilumina los árboles y la placita de Matute, donde los lunes los bares cierran y no se montan las terrazas. Durante un segundo, tengo la sensación de estar visitando un piso vacío... esa clase de ausencia en el estómago que se siente al ver desierto el lugar que habitamos y en el que una vez fuimos felices.

Llegamos hasta el Museo del Prado y prolongamos el paseo hasta la cuesta de Moyano. Las casetas son azules y algunos de los puestos ni siquiera están montados todavía. Borja se entretiene en los que ya tienen la mercancía expuesta mucho más que yo. Nos separamos un poco, cada uno marca un ritmo distinto en la búsqueda de libros insólitos. En una mesa encuentro bibliografía de Blasco Ibáñez, pero no está “La araña negra”; en otra, un título que ya he olvidado del autor de “Una princesa en Berlín”. No sé por qué, pero en mi ignorancia lo asociaba a una sola novela.

Y no hay ninguna música.

Para esta historia no hay ninguna canción; tampoco una película. Es imposible imaginársela más allá de ella misma, como un tesoro encerrado en una caja muy pequeña, que no se puede abrir.

Borja no lo nota, aunque se lo contaré después, cuando ya en su casa me interrogue con la confianza del buen amigo, pero de repente me parece inmensa la ciudad. Hay algo en ella de desafío.

Es como si me estuviera diciendo: “si no eres tú, otros me admirarán”.

El viernes en la radio me preguntaron si utilizaba la literatura como terapia y contesté mal. Dije que no, pero no fui capaz de explicarme. Ahora ya sé lo que respondería. Volvería a negarlo porque, a pesar de este sol débil del invierno y de esta melancolía llevadera, que se filtra infalible entre las sábanas, no hay nada que curar.

Forma parte de este juego confiar en la poca importancia de las cosas; en el efecto sedante de las horas perdidas, que cazarán el dolor sin ninguna piedad y jugarán con él hasta agotarlo.

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