MI JEFE

Os voy a contar una historia que nunca ocurrió.

FOX

Era uno de esos días en que tienes ganas de reventar la cara de tu jefe contra la mesa del despacho. Agarrarle por los pocos pelos que le quedan en la nuca y empujar su rostro contra los informes de productividad de encima del escritorio. Contra el teclado del ordenador. Cogerle por la corbata y hacerle rebotar una y otra vez hasta romperle el tabique nasal y que la sangre salpique contra las paredes de color blanco roto.
—Buenos días. ¿Cómo va la mañana?
—Bien. Una mañana cualquiera. Sin más.
Era uno de esos días que tu jefe decide volverte a mirar a la cara y tú solo quieres escupirle. Subirte en su mesa de madera de abedul, bajarte los pantalones y cagar. Dejar un zurullo humeante sobre sus gráficos de rendimiento. Saltar por la ventana y morir.
—Me alegra verte de buen humor porque tengo buenas noticias.
Mi jefe era un tipo triste que ni odiaba su trabajo ni le encantaba. Tenía cuarenta años y dos hijos pequeños. Su mayor pasión era combinar el color de la corbata con el de los calcetines. Decía cosas como "guay", "eso está de puta madre" o "vamos, chicos" para mostrarse cercano a los trabajadores a su cargo que, con total discreción, le despreciaban profundamente. 
—Vamos a pagaros un extra —me dijo con una sonrisa pueril. Tenía entre los dedos un bolígrafo negro de punta fina. Me fijé en cómo lo movía. Era hipnótico. Alguien le había dicho que lo tuviera entre las manos durante las reuniones para tener seguridad. Desde entonces, era incapaz de soltarlo. 
—¿Vais a subirnos el sueldo?
Mi jefe se rió buscando una complicidad inexistente y me explicó que la empresa iba bien y querían premiarnos aunque no iba tan bien como para poder subirnos el sueldo y que ya les gustaría y que si fuera por él ya nos lo habrían subido hace tiempo.
Aquella noche me había despertado solo en medio de la cama con la mitad de las sábanas en el suelo. El chico que se había quedado a dormir se había marchado sin despedirse. Levantarse solo es mucho peor que dormir solo. La habitación todavía mantenía el olor a sexo. Me levanté desnudo. Lo busqué en la cocina y en el baño, pero tampoco estaba allí. Se había marchado. Miré el móvil esperando una explicación pero nada. Le escribí. Me contestó en seguida. Me dijo que lo sentía pero que tenía prisa y no quería despertarme. Yo pensé: "Que te jodan". Pensé: "Vete a la mierda". Y escribí: "De acuerdo. No te preocupes". Y me contestó con una carita sonriente. Y yo puse otra carita sonriente.
Mi jefe también sonreía. Daba ganas de vomitar. Su concepto de buenas noticias dejaba mucho que desear.
—Entonces, ¿qué te parece?
—Me parece bien.
—No pareces muy contento.
—Bueno... —dije— no es mucho dinero. Además, ya nos estáis pagando menos de lo que deberíais por un puesto de trabajo como éste. Y el contrato no se corresponde con el cargo verdadero que ejercemos. Y... bueno, ya sabes que ni siquiera nos pagáis las horas extra...
—Las cosas no son fáciles, con los tiempos que corren... ¡Pero bueno! ¡Poco a poco! ¡Treinta euros son treinta euros!
Su entusiasmo era repugnante.
—¿Y cuándo vamos a cobrarlos?
Conforme más rato pasaba en aquel despacho más fuerte podía sentir el olor de colonia de hombre mezclado con aftershave, desodorante y el aroma a madera de aquellos muebles. Mi jefe hacía girar el bolígrafo de punta fina cada vez a más velocidad. Entonces, empecé a marearme. 
—Eso... eso... todavía tenemos que hablarlo. Pero, bueno, que cobrarlos, los cobraréis seguro. No sé si podrá ser este mes o el siguiente. Ya os avisaremos, no te preocupes.
El bolígrafo daba vueltas y mi cabeza empezó a dar vueltas también. La habitación giraba como en una atracción de feria. ¿Qué estaba pasando? Tenía que haber desayunado algo más que los dos cafés con leche y los cinco cigarrillos. Eran las once de la mañana. 
—Si te digo la verdad... Todavía no sé si os lo ingresarán en nómina o os daremos unos vales para El Corte Inglés.
Aquello no era un chiste. A veces, nos daban un sobre con un cheque regalo de 20 o 30 euros para gastar en El Corte Inglés. No sé qué trato tendrían con ellos. La cuestión era no soltar la pasta. 
—De acuerdo —dije.
Tenía el estómago girado. Un sudor frío empezó a recorrer mi espina dorsal, desde la rabadilla hasta la nuca. Miré a mi jefe a los ojos. Se me nublaba la vista. Tenía el bello de punta.
—Y eso es todo —continuó. El cabrón no dejaba de sonreír—. ¿Tienes alguna pregunta?
No dejaba de sonreír, el muy hijo de puta.
—No.
Estaba a punto de vomitar. Joder. Iba a vomitar en el despacho de mi jefe.
Se levantó. Yo hice lo mismo. Me miré los pies. No estaba seguro de poder caminar en línea recta. Sentí una arcada pero volví a tragarme la bilis antes de que me llegara a la boca. "Debo tener un aliento horrible", pensé. Mi jefe caminó hasta la puerta. Yo le seguí. Dios, no iba a conseguirlo. 
—Bueno, pues que sepas que estamos muy contentos contigo, igual que con todos tus compañeros. 
Solo deseaba que dejara de hablar. Por su madre, que se callara y me dejara salir de allí. 
—Gracias —dije. Y me cayó una lágrima. Miré al techo. La puerta seguía cerrada con la mano de mi jefe sobre el pomo. Se hizo un silencio. Puede que durara medio segundo pero me parecieron horas. 
Y entonces, abrió. Crucé el umbral de metacrilato. Ya casi estaba. Me di la vuelta. Le estreché la mano. El cabrón era un puto androide programado para sonreír. Entonces, soltó mi mano y me relajé un poco. Pero mi estómago hizo un ruido extraño. Y mi jefe dijo: 
—Por cierto, ¿has visto la nueva máquina de café?
Y entonces le vomité encima. Sin remedio. En una sola ráfaga marrón con tropezones de la cena de la noche anterior. Un chorro incólume de jugo estomacal salió disparado contra mi jefe manchándole la camisa, la corbata, parte del cuello y la cara. Y por intentar frenar aquel tsunami de restos de comida bajando la cabeza, también salpiqué sobre su bragueta, los pantalones y un zapato.
Nunca olvidaré a mi jefe lleno de vómito en la puerta de su despacho. De pie. Con los brazos abiertos. Goteando. 
No supe qué decir, como suele ocurrir en estas situaciones. Y lo que me salió fue:
—Bueno, gracias por todo.
Y, entonces sí, sonreí. Con estupor. Con una sonrisa muy similar a la que él mantenía ocho horas cada día. 
Y así fue como, por un segundo, le entendí un poco mejor.

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