Cuentos completos, de Javier Tomeo, en el suplemento Cultura/s


Relatos Páginas de Espuma reúne en un solo volumen las piezas breves del singular Javier Tomeo

Un pez volador

SERGI BELLVER
Imaginen que Javier Tomeo no hubiera nacido en Quicena y que en realidad fuera hijo de Esopo y de una sirena. No de una cantarina, sino de las que guardaban silencio para Ulises, según Kafka. Imaginen a Tomeo como un híbrido que les observara al otro lado del ojo de buey, planeando sobre la superficie del mar. Imaginen que un pájaro anfibio les contara fábulas sobre animales y monstruos tan humanos como ustedes mismos. Porque como “El pez volador” de su Bestiario (1988), Tomeo sueña entre dos mundos, y al leerle nos sabemos también contradictorios y grotescos, gallitigres como el suyo.

Porque el aragonés es una rara avis que prescindió de modas y sectas literarias para nadar libre en el océano editorial. Y lo ha hecho en amable soledad, lo que ha dado a la literatura contemporánea en castellano uno de sus autores más singulares, en particular en el relato breve. Algo que los lectores pueden celebrar ahora con la edición de sus Cuentos completos, en Páginas de Espuma y a cargo del escritor Daniel Gascón. En puridad, no están todos los que son, hay textos inéditos y otros reescritos y reubicados, pero el volumen repasa con amplitud la cuentística de Tomeo y sus claves se revelan en el diáfano prólogo de Gascón.

Tres prodigios, Historias mínimas (1988) ―uno de los siete libros recogidos en el volumen de Páginas de Espuma―, y las novelas El castillo de la carta cifrada (1979) y Amado monstruo (1985), descubrieron una mirada al margen de la avalancha literaria de la época, saturada de realismo social, y consagraron el prestigio de Tomeo, avalado por Anagrama ―“inesperada colisión entre Kafka y Buñuel”, le llamaría Jorge Herralde―. Después llegaron adaptaciones teatrales, traducciones, reconocimiento a nivel europeo y hasta una campaña de las fuerzas vivas aragonesas en pro del Nobel para su paisano ―el sabio Tomeo utiliza en “El sueño del Nobel” a Ramón, su recurrente personaje especular, para ironizar sobre su propia obra, algo que repitió en Los amantes de silicona (2008).

Los cuentos de Tomeo filtran la realidad, la alteran y la perfilan en un mundo genuino y personalísimo en el que también viven las luces y las sombras del lector. Ese es el poder atávico de jugar con un imaginario de animales y monstruos, arquetipos que el autor convierte en psicópatas de poética anómala. Tomeo admira al Goya más sombrío, disfruta dibujando ―faltan sus ilustraciones de Zoopatías y zoofilias en estos Cuentos completos― y estudió Criminología para conocer la oscuridad humana, aunque no ha insistido en la novela negra, ni bajo el seudónimo de sus primeros libros alimenticios, “Frantz Keller”. Las iniciales recuerdan al abogado Kafka, como Tomeo, otro hombre de leyes dispuesto a hacer añicos las literarias. El autor estará ya tan harto como feliz de que le menten al checo, al que homenajea en su relato “Gregorio, el insecto”, pero del que le separa su humor, negro, fuerte y lento como un burro, un humor que cocea aún tras la lectura.

No sorprende que la identidad, la paradoja existencial, los juegos mentales, la huella freudiana del Ello y el esperpento en la obra de Tomeo la comparen con la de Kafka, Buñuel o Valle-Inclán, pero lo cierto es que el aragonés no persigue las influencias y, tal vez por ello, las merece como nadie. Tomeo prefiere la etología y lee más a Poe ―el ojo del viejo en “El corazón delator” parece otro plagio inverso― o a los clásicos que a sus contemporáneos y, sin embargo, a ratos sus textos recuerdan a los cuentos de Mrozek o al teatro de Kantor.

Quizá la estepa aragonesa tenga algo de llanura polaca y produzca un clima interior en cierta estirpe de escritores, quién sabe. Lo seguro es que el simbolismo, la lírica extraña y la palabra justa de Tomeo todavía llegan con fuerza a los lectores, muchos de ellos jóvenes, y también a escritores audaces que admiran su obra. Tomeo sigue escribiendo cada día, accionando sus automatismos como un relojero obsesivo, pero también con la alegre curiosidad de un pez volador, dispuesto a encontrar la luz de las palabras detrás de la próxima ola.

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Crítica publicada en el n.º 553 
del suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia 
el miércoles, 23 de enero de 2013.

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