Soledad de la tilde

Los cambios nos dan miedo. Y también cierta pereza (el monárquico diccionario admite el argentinismo fiaca). Por eso tendemos a preferir las normas a las que estamos acostumbrados, aunque no siempre sean razonables. Hace dos años abundaron las protestas por los cambios ortográficos propuestos por las academias de nuestra lengua. Muchos de ellos, sin embargo, me parecieron atendibles. La desaparición de las tildes en los monosílabos no es una novedad. Nuestros abuelos escribían y fué, y les costó habituarse a la nueva regla. Habrá quien eche de menos (el monárquico diccionario admite extrañar) la inesperada -q de Irak, como hace añares alguien pudo lamentar la extinción de la bonita -ç-. ¿Qué le vamos a fazer? Un idioma no es un conjunto de reglas que alcanza la perfección y queda estático, sino un sistema en perpetuo movimiento. Imagino la lengua como un formidable software que, un par de veces por siglo, se actualiza ligeramente. Me sorprende que eso nos moleste tanto, cuando pagamos fortunas por programas que se actualizan todos los días. Ahora bien: celebro que defendamos la tilde del adverbio sólo. La RAE está comprobándolo. Recuerdo el verso de Machado: «Quien habla solo espera hablar a Dios un día». Sin tilde es una ironía atea. Con tilde, una esperanza devota. ¡Qué distinto es hablar sólo y hablar solo! Lo primero lo hacemos cada día los hablantes. Lo segundo ojalá no lo hagan nunca los académicos.

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