La ciudad – Mario Levrero

Tras varios meses dedicándome principalmente a las novedades editoriales, llevo todo diciembre releyendo algunas de las lecturas que más me impactaron hace unos años y que me sirvieron para hacer un pequeño trabajo que no viene al caso mencionar. Así, empecé por Kafka, estoy ahora con Levrero, y quiero acabar con el Jakob Von Gunten, Ferdydurke y El astillero; además de la obra de teatro El tintero, de Carlos Muñiz. También me gustaría retomar los cuentos de Felisberto Hernández y Bruno Schulz y leer a Juan Emar, Pablo Palacios y Macedonio Fernández. Todo ello porque quiero profundizar un poco más en el ambiente enrarecido y algo marciano que, cada uno en su estilo, tienen estos autores, o estas obras en concreto.

La ciudad podría decirse que ha sido releída del tirón esta misma mañana. No hay nada como dejarse llevar por la lectura y darte cuenta de que ha pasado parte del día mientras estabas imbuido en otro tiempo y lugar. Aunque decir esto de La ciudad no deja de ser irónico.

Porque La ciudad no sabemos dónde está; suponemos que en Uruguay porque el protagonista al final de la novela compra un billete de tren a Montevideo. Pero poco más sabemos de estas pocas casas donde las calles están embarradas y La Compañía parece mover los hilos de todo lo que allí sucede. También hay un reglamento que no se debe incumplir, aunque no sabemos a ciencia cierta cuáles son los puntos de dicho reglamento.

En cuanto al tiempo, se corresponde con esa extraña medida que se da en los sueños, que pueden pasar en segundos o en días sin apenas transición. El tiempo interno trascurre en cuatro o cinco días, pero no tenemos muy claro si es en la actualidad, en un futuro o en un pasado.

Y todo empieza porque el protagonista llega a una casa llena de humedades y decide salir de casa a buscar queroseno. Comienza así una especie de road movie donde el protagonista viaja en camión, andando, en bicicleta  y finalmente en tren. Por el camino se encuentra con hombres que apenas hablan, mujeres sexualmente muy activas, camareros apáticos y hasta un conato de amigo que, sin embargo, se debe a sus obligaciones con La Compañía.

Como se ha podido apreciar, toda la peripecia, tanto en el fondo como en la forma, es muy kafkiana, pero el propio Levrero nunca tuvo ningún reparo en admitir que trató de imitar deliberadamente al escritor checo en la construcción de esta novela y que, mientras por las noches leía El castillo, por la mañana escribía La ciudad. Puestos a copiar hay que elegir el mejor modelo. Sin embargo, la gran diferencia con respecto a su homólogo centroeuropeo radica en que, donde en Kafka es todo asfixia y opresión expresionista, en Levrero es un dejarse llevar existencialista.

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