Escribir para pensar, pensar para escribir




La distinción entre el lenguaje escrito y el hablado es obvia. No es extraño el caso de los escritores que son brillantes en el primero y mediocres en el segundo. También hay oradores ingeniosos que se pierden cuando deben solidificar su discurso en la palabra escrita. A esta siempre se le exige mayor exactitud, pues se presupone que ha sido objeto de mayor reflexión.

Pero de lo que quiero hablar en esta entrada es de una tercera vía del lenguaje que no trasciende a los demás: el del pensamiento. Cuando tratamos de ordenar nuestras ideas y traducirlas en palabras, utilizamos un lenguaje diferente. Hay muchas frases que no necesitamos construir: son un flechazo del intelecto. No necesitamos explicar con tanto detalle el flujo del pensamiento, pero tampoco podemos dejar que se desboque sin control.

Por lo que a mí respecta, trato de conseguir la mayor concordancia posible entre la escritura y el pensamiento. Éste es un diálogo incesante con uno mismo. Es imposible no pensar, aunque sí es posible no escribir. En mi caso, ambos procesos se hallan indisolublemente unidos. Si se me ocurre algo de un mínimo valor, he de escribirlo cuanto antes para completarlo y concretarlo. En caso contrario me siento frustrado, siento que mi pensamiento ha sido en vano y que la idea se perderá en las grietas de mi memoria. La escritura salvaguarda mi razón. Sin ella sería un autómata de los impulsos.

Desde que he empezado a escribir con regularidad (no solo ficción, también toda clase de reflexiones), mi pensamiento se ha ensanchado profundamente. Diría que hasta entonces sólo me había aproximado al acto de pensar. Las palabras son la llave con que atravieso las barreras de mi mente. Son como espadas que atraviesan los escudos que cierran el intelecto. Escribo para pensar, pienso para escribir. También me gusta hablar, desde luego, pero tengo la impresión de que las conversaciones orales son un campo de pruebas en que mis dianas yerran a menudo el tiro.     

Hace decenas de miles de años que el hombre empezó a proferir palabras. Entonces tuvo que aprender que había cosas que era mejor callarse. Sin embargo, aún a día de hoy no siempre está claro el distingo. A veces nos horrorizan nuestras palabras y otras nos tortura nuestro silencio. Pero al menos podemos elegir. Aunque muchas personas parezcan evitarlo, el pensamiento no es una elección. Enfrentémonos a él con la mayor hondura de que seamos capaces, sin miedo a las revelaciones que nos brinde. Pensar es gratis, aunque nos cueste y a veces salga caro.   

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