Desconectados (3)





De nuevo rescaté mi teléfono del bolsillo y llamé a casa. Si internet funcionaba, estaría allí en menos de quince minutos. A diferencia de lo que ocurría en los bares, siempre tenía algo que hacer en la red.

-Hola, mamá. Estoy en un descanso de clase y me duele un poco la cabeza. Un amigo me ha ofrecido unas pastillas pero no sabemos seguro cuál va mejor. ¿Podrías decirle a mi padre que lo busque en internet? Es que aquí no funciona.

-Tu padre no está, ha salido a lavar el coche. Creo que ha dejado el ordenador encendido, ya te lo miro yo… Dice que no puede mostrar la página.

-¿No funciona tampoco?

-Eso creo. Ya sabes que yo esto no lo manejo demasiado. ¿Te duele mucho?

-No te preocupes, no es grave.

-Pero mira que lo tienes que buscar todo, no sé qué harías sin internet. Pídele un Nolotil o un Ibuprofeno que te sentará bien.

-Vale, mamá. Hasta luego.  

Si mi madre no había cometido ningún error, se trataba de una avería general. Comenté a mis colegas que en mi casa también se había perdido la conexión. Fue un error porque era justo lo que necesitaban para encorajinarse y jugar diez partidas más. En las últimas me uní a ellos de puro aburrimiento. Mi desconocimiento de la mayoría de reglas y la tendencia de mi cerebro a vagar por confines remotos cuando participo en algo que no me interesa contribuyeron por igual a que desempeñara un papel desastroso. Fue una de las tardes más soporíferas e irritantes que recuerdo. Cuando llegué a casa a las ocho de la tarde no me quedaban uñas por morder; incluso me había arrancado un pedazo de carne del pulgar, que goteaba sangre a intervalos irregulares.

Como de costumbre, mi madre vegetaba junto al televisor. Mi padre aún no había llegado y esto era motivo más que suficiente para irritarla. No tardé en encerrarme en mi habitación. Desde ella podía trasladarme hasta los rincones más lejanos gracias a los servicios ofrecidos por las que todavía llaman “nuevas tecnologías”. No necesitaba espacio físico para ensanchar mi imaginación mientras dispusiera de internet. Encendí el portátil con la esperanza de que se hubiese recuperado. A buen seguro habría recibido en las últimas horas varios e-mails importantes. Estaba suscrito a diferentes listas que me mantenían informado de cualquier noticia en el campo del marketing online. Además, a las diez  quería asistir a una videoconferencia en la que un experto iba a explicar algunas claves de su éxito. La bromita de la desconexión ya había durado demasiado. 

Me senté en mi escritorio de madera, conecté el ratón y tecleé la contraseña lo más rápido que pude. Una gota de sangre cayó con paciencia desde mi pulgar derecho hasta posarse en la letra R. Presioné el icono del navegador y me incliné hacia la pantalla, ávido. Nada: no se puede mostrar la página web. La ansiedad se apoderó de mí. Reinicié el ordenador, introduje un módem USB, reconfiguré la red inalámbrica, probé con la tableta, con el móvil, con oraciones a diferentes deidades. Todo fue inútil.

Me tumbé en la cama con la cabeza en el lugar de los pies. Las paredes blancas se me achicaron. Creo que fui consciente por primera de las reducidas dimensiones de mi habitación, la más pequeña de la casa: ocho metros cuadrados en los que se amontonaban sin demasiado orden enchufes, baterías, cascos, cargadores, videojuegos, reproductores, aparatos… un pequeño jardín tecnológico en buena medida desfasado.

Mi madre abrió la puerta para preguntarme qué quería cenar.

-Me da igual —dije sin ocultar mi malhumor.

-¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Aún te duele la cabeza?

-Se ha caído la maldita conexión a internet.

Lo dije en el mismo tono que habría empleado para anunciar la muerte de un familiar próximo. Por supuesto, mi madre no podía comprender la gravedad de la situación, y yo no tenía las menores ganas de explicárselo. Pero la atmósfera de mi cuarto se estaba volviendo tan deprimente que decidí sentarme junto a ella en el sofá de la sala de estar. Supuse que mi madre debía de sentir la misma incomprensión ante mis largas horas frente al ordenador que yo sentía al verla mirando sus programas televisivos. ¿Qué interés contiene un aparato que solo permite mirar, sin añadir nada de tu propia creación? Es como reflejarse en el espejo de un desconocido tratando de distinguir tu sombra desdibujada entre los cristales rotos. Si mi madre me hubiera hablado en ese instante, con mi espalda apoyada en la piel marrón del sofá y mi vista ciega y ausente en la pantalla, tal vez no hubiera reconocido su voz de entre los concursantes.   

El programa se interrumpió para dar paso a un especial informativo. El rostro del presentador parecía aún más sombrío que cuando anunciaba trágicos atentados o fatales accidentes. La noticia que contaba no era para menos: se había desencadenado una desconexión mundial.

“Se barajan diversas hipótesis que explicarían el colapso de la red. Según algunos expertos, la sobredosis de información podría ser el causante de la caída de todo el sistema. También se especula con un sabotaje de piratas informáticos a los principales proveedores de internet. En cualquier caso la policía, el ejército y los servicios de inteligencia de todo el mundo están trabajando con el objetivo de recuperar cuanto antes la conexión. Desde el gobierno se ha querido lanzar un mensaje de calma a los ciudadanos, con el convencimiento de que se trata de una crisis pasajera y de que en pocas horas se recuperará la normalidad.”

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