del aterimiento y su diagnóstico


Estimada doctora,


usted debería saber ya que la soledad
-como la congelación del alpinista-
alcanza sus cotas máximas más allá del daño,
acomoda a un hombre en lindes plácidos del sueño
y resulta hasta un estado embriagador de calma,
un remanso donde nada pasa y nada duele
donde la muerte tira besos con la mano
disfrazada de enfermera.


Usted, que es buena, y además tiene estudios,
debería saber de todos esos hombres y mujeres
-buena gente también-
que velando por la salud universal del universo
adquieren estados superiores de tutelaje
y advierten y vocean que es apremiante y fundamental
el esfuerzo responsable de abandonar los lindes tranquilos del sueño,
que hay todavía que luchar, conseguir moverse,
calentar las manos, los músculos, los ojos, el hálito, el sexo,
y hasta comer fibra y también hacer deporte.


Pero déjeme hacerle una observación,
profana por supuesto, acaso impertinente,
es que nada dicen esos hombres y mujeres, esa buena gente,
de las bondades del calor
ni de si merecen la pena esas bondades hasta el punto loco
de dejar de vocear al enfermo que sane
desde allá arriba un segundo
para bajar a abrazarlo o tocarlo con las manos desnudas.

Usted, que es buena, y además tiene estudios,

sabrá lo que es eso (lo de vocear, digo).

Y que por si usted se lo pregunta, estimada doctora,
yo estoy sordo, viejo y carámbano,
es decir terriblemente sano y sentimental y difunto.
O sea, no hablo por mi, no se desespere,
esta misiva o telegrama
es en beneficio de quien pueda curarse todavía
al escucharla vocear sus diagnósticos.





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