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La belleza de lo brutal. Leche, Marina Perezagua

Leer y estallar. Leer y sentir la sangre huyendo en estampida, desde tu centro a la periferia de la piel, atropellándose por contraer y dilatar el corazón en latidos acelerados. Leer y sentir la sangre exudándose febril en un caleidoscopio de sentimientos, liberándose en todas direcciones de su carrera forzosamente lineal. No ocurre con frecuencia, a menos no de forma tan abrupta. Cuando uno se dirige al libro de un autor clásico al que su fama le precede se predispone en cierta manera, por obra y gracia de nuestra naturaleza crédula o mimética, a una consecuencia benigna, reveladora, o cuanto menos memorable. En los mejores casos uno explota a consciencia, es decir, se produce una detonación concertada. Pero cuando el río suena con autores jóvenes y las reseñas y los artículos lo señalan como una revelación, al menos yo, me someto al régimen tiránico de la sospecha. Exageración, amiguismo, comercio o cobardía han infectado la crítica. A menudo aquello que se promete como genio y figura no pasa de provocarnos el goce de un fuego artificial. No es común que te hagan saltar en pedazos. Porque en esto los grandes escritores se parecen a los artificieros, son expertos manipuladores del material explosivo que es la palabra y tienen la capacidad de activar o desactivar las minas que pueblan el suelo húmedo de nuestro cuerpo.

Cuando llegaron los libros de Marina Perezagua a casa, gracias a mi pareja, o mejor dicho, de su intuición y de una serie de casualidades que fijaron su atención en ella, yo mantenía la distancia que otorga la incredulidad. En este, como en muchos casos, los prejuicios nos juegan malas pasadas, sometiendo a cautiverio la inteligencia, por lo que pasaron algunos días hasta que me acerqué al último de sus dos artefactos explosivos, Leche, publicado por Los libros del lince hace escasos meses. La detonación, violenta, comenzó a gestarse desde las primeras páginas, una combustión imparable a la que me presté gustosa para completar en solo un día. La prosa de esta joven sevillana, impecable y concisa como una incisión quirúrgica, te arde en el pecho de modo irrefrenable. Los cuentos de Marina Perezagua contienen la belleza de lo brutal, ese tipo de belleza que, como explicaba Ryūnosuke, está desprovista de elegancia y delicadeza. Leche nos corta la respiración, deja sordo el murmullo de lo innecesario para fijarnos la atención en el pulso desnudo con el que palpita la crueldad y el amor; desde Hiroshima hasta la masacre de Nanking, desde los cuidados premurosos de quien ama a la macabra reacción de quienes odian, la prosa contenida de Marina Perezagua riega de poesía el crudo devenir de sus personajes. Leche arrebata en cada una de sus historias la partícula de lo elemental, hunde su sino en el líquido seminal del impulso y lo convierte ante nuestros ojos en la criatura, en ese híbrido sin género donde habita la esencia compleja, la emoción mezclada de lo humano. Nos preña de visiones que no podremos quitarnos de encima, por más que la perversidad y el horror que contienen nos induzcan a alejarlas como a un monstruo, pues reconocemos en ellas la cara de ese hijo anacrónico cuyo padre se llama Historia.

Si como señaló Crauzer el símbolo es la crisálida de la mariposa mítica, la criatura con la que Marina Perezagua nos insemina irremisiblemente es una larva arquetípica que nutre su fuerza en lo alegórico. Le dan vida personajes híbridos, anfibios, que corren por la ladera de la realidad o bucean en la ficción para explicarse, pues el lenguaje se libera de lo ordinario permitiéndose ir más allá para profundizar en la experiencia del dolor y el amor. Uno de sus cuentos, Mio Tauro, y el minotauro que lo protagoniza, nos ayuda ahora como símbolo, tal como lo interpretó Borges. Encerrados en la soledad de su propio laberinto, cada personaje es la conjugación de la fuerza descomunal proveniente de su instinto, de la bestia ancestral, de lo salvaje, con la vulnerabilidad ignominiosa de carácter humano; la consecuencia de su contacto con la miseria inveterada de lo material y la vehemencia del espíritu. La escritora alumbra el laberinto escogiendo con cuidado la palabra como si se tratase de un gesto ritual, eludiendo la trampa del lenguaje-sombra, de la palabra como un reflejo dócil de las cosas, para ayudarnos a mirar la criatura que la habita, cuyo cordón umbilical nutren 120.000 años de historia. Sus cuentos prestan su voz a lo que calla bajo la piel de las cifras y las estadísticas, a lo marginal, lo que permanece mutilado si se dota de una emoción de transparencia ilusoria; las historias de Marina Perezagua redimensionan en nosotros la tragedia, mensuran el amor y la entrega, obran la catarsis. Emancipando el silencio que prosigue a la explosión de sus palabras en nuestro pecho, nos hace brotar dentro una lluvia apaciguadora, la serenidad de mirar a los ojos, de reconocernos, de reconciliarnos con los dos extremos de nuestro sino, el dolor y la belleza

 

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